25 de febrero de 2020

El peso completo hoy

De vez en vez el presidente en turno de los Estados Unidos roza el boxeo con una declaración, una acción, o un hecho que lo acerca.

Lo peculiar en el caso de Donald Trump es que él fue promotor de grandes peleas. Varias veces lo saludé al borde del ring del Trump Plaza Hotel, en Atlantic City, a metros del imponente Boardwalk; y en 1988 cuando Mike Tyson ejecutó a Michael Spinks y lo retiró del boxeo, con el Dr. Elías Ghanem, con quien estábamos representando al CMB, conversamos algunos minutos con él.

Viene a cuento porque ayer Trump comentó que disfrutó la pelea de Fury con Wilder y los invitó a los dos a la Casa Blanca.

En mayo de 2018 este presidente concedió un perdón histórico a Jack Johnson, que fue una especie de Muhammad Ali cincuenta años antes de Ali, y que por eso de romper las reglas y provocar al sistema a cada paso fue encarcelado, perseguido y estigmatizado en su tiempo.

Donald Trump no fue el único presidente que se pronunció sobre el boxeo.

El 4 de julio de 1910, día de Independencia, Jack Johnson y James J Jeffries pelearon en Reno ante 16,528 espectadores en uno de los asuntos boxísticos más grandes de la época y de todas las épocas. El promotor Tex Rickard invitó por telegrama público al presidente en funciones, William Howard Taft, para que actuara como réferi del combate. Taft declinó la invitación pero en agradecimiento envió a uno de sus hijos a hacerse presente en su representación.

Años más tarde, es bueno recordarlo por lo que vale la anécdota, el presidente Dwight Eisenhower invitó a Rocky Marciano a una cena de gala en la Casa Blanca. En algún momento de la velada, inesperadamente, el gobernante pidió al campeón dirigir unas palabras a la concurrencia. Abrumado por la sorpresa, Rocky, que era un magnífico muchacho, más querible que un santo, dijo: “Como para mi hablar en público es muy difícil, me disculpo, pero puedo ofrecerles hacer un round con cualquiera de los presentes.”

Joe Frazier nos dijo una noche, en una cena, a varios amigos en Nueva York: “Un día llamé a la Casa Blanca porque quería saludar al presidente Nixon, me dijeron ‘véngase ahora’. Yo sabía que abrir esa puerta, la más grande de mi país, no era cosa mía, de Joe, era lo que consigue un campeón mundial de peso completo.”

Miles de historias se han tejido alrededor del boxeo y del peso máximo. El sábado Tyson Fury y Deontay Wilder pusieron una bisagra a la historia de este deporte. No se esperaba tanto. Las peleas nunca entregan justo lo prometido. A veces dan más, a veces dan menos.

El bárbaro alboroto causado por lo del sábado en el escenario inmarcesible del MGM, tiene que ver mucho con lo que semejante batalla aporta al negocio y a la competencia del boxeo.

Dos décadas una duermevela insoportable había mantenido a los pesos pesados fuera de los reflectores. Desde los adioses de Larry Holmes, de Mike Tyson y de Lennox Lewis –agreguen a Holyfield si quieren- la división fue cubierta por un imaginario y lúgubre rebozo gris. En ese hueco se divisó a los hermanos Klitschko, que jugaron con eficacia pero sin calidad. Segunda división.

Tyson Fury es un coloso y un orate. Al menos es lo que deja ver la caótica historia que presume, o actúa.Tal repercusión ha tenido su triunfo que el boxeo lo necesita. Por habilidades y por carisma. Porque no se parece a nadie.

Es pueril contar cuántos títulos ha ganado. Seis o uno, da igual. Que Fury gane este título o aquel es un asunto exclusivamente comercial, no una meta para la gloria deportiva. Campeón de la AMB o de la IBF, o franquicia, o lineal, ¿a quién le importa, si hoy los títulos son basura? Es el campeón, eso es todo.

Lo que debemos preguntarnos es si Fury tiene algo de valor para meterse a la historia de los Heavy. Lo visto sugiere que le hubiera dado batalla a cualquiera, aunque ganarles es otra cosa. No les hubiera ganado ni a Holmes, ni a Lennox, pero los hubiera puesto a sufrir.

¿A Tyson? ¿A Holyfield? ¿A Riddick Bowe? No lo sabemos, y a Fury hay que dejarlo andar, para que sepamos de qué es capaz.

La pelea del sábado estuvo más cerca del callejón que del conservatorio, pero entiendo que la estrategia fue colosal. Arruinó algo una estética más pretenciosa que podría haber tenido la pelea, pero le permitió caminar a la victoria con la seguridad de un equilibrista sobre el alambre.

Lo mismo hizo Durán para ganarle a Leonard, la única vez que pelearon.

Lo de arrojar la toalla para terminar la pelea es especial. No está permitido (o está “recomendado” no hacerlo, aunque no está escrito en las reglas), pero se hace, y cuando la toalla llega cualquier réferi detiene el combate. Con una excepción, peleaban Miguel Cotto y Yuri Foreman en 2010 en el Yankee Stadium. Cuando llegó la toalla para proteger a Foreman, saltaron al ring camarógrafos, asistentes, etc y en dos segundos había 30 personas arriba. La pelea había terminado. El réferi Arthur Mercante Jr no estuvo de acuerdo (“a mí nadie me para una pelea tirando una toalla”), le tomó casi diez minutos desalojar el ring, pero hizo seguir las acciones. Fue para la posteridad.

Fury-Wilder se erige como una redención del boxeo, no una resurrección. Para eso falta. Faltan peleadores y faltan peleas que regresen el estado de cosas a la propuesta primigenia: que el campeón mundial de peso completo sea el hombre más poderoso de la tierra.