24 de julio de 2015

Andrés Guardado y el dilema moral

Que en las opiniones de la gente haya dudas sobre lo que Andrés Guardado debió hacer con el penal de ficción contra Panamá, es una radiografía del mundo en que vivimos y de la degradación moral y falta de valores de las mayorías.

Guardado y el equipo mexicano ignoraron la oportunidad de rechazar el obsceno regalo recibido, de hacer justicia, de echar el balón afuera de la portería, y de pasar a la historia con una lección inigualable de decoro. Eligieron un triunfo sin gloria que sólo aporta bochorno y desventura a un equipo que hace ya tiempo no encuentra el rumbo.

¿Qué es el deporte y para qué se compite? Si sólo importa ganar lo que sigue es preguntarnos cuál es el límite de la desvergüenza por el éxito: ¿es aceptable un infiltrado que envenene los alimentos de los contrarios? ¿qué tan inmoral sería secuestrar a la hija del portero enemigo para que se deje hacer algunos goles?

He leído y he escuchado en esta hora cansina de tristeza futbolera los "me vale madres", los "que se chinguen", los "hemos estado del otro lado muchas veces", y los "así es el futbol", de comentaristas y aficionados. Comprendo que las pasiones se alimentan del fulgurante resplandor de una llama, del estallido más que de la reflexión, y que la mayoría de los hombres no nacen con la grandeza --ni la aprenden-- que se necesita para renunciar a la caricia de la victoria, pero pienso con pesadumbre que a personas así no las quiero cerca, o de socios, o de amigos, porque si por una victoria sacrifican la decencia, eso es exactamente lo que van a hacer conmigo tan pronto como yo sea el obstáculo para sus pinchurrientos objetivos.

El discurso que los identifica dice muchas cosas. Dice por ejemplo que si el cajero del banco les entrega un billete de más, ellos no lo devuelven. Y así en esa cadena sin final nos vamos estafando todos. Hoy estafo yo, mañana estafa el otro, y al día siguiente estafa el de al lado.

Millones se apasionan con el futbol, y millones lo ven jugar, ya lo sabemos, pero no todos se dan cuenta de que esos individuos, los que acabo de señalar, elementales, burlones, ganadores fuleros, impenetrables a razonamientos que abonen a una convivencia civilizada, no son una entelequia en las tribunas, son el policía de la esquina, el burócrata que decide nuestro trámite, la enfermera que nos cuida, el maestro de nuestros hijos y el mecánico del carro. Es fácil adivinar que la misma actitud egoísta anidará en ellos cuando nos los encontremos en la vida, y al vernos, en un silencio perverso y vil se dirán "me vales madres" o "conmigo te chingas".

En el boxeo, que es lo mío, las cosas no andan mejor, y es de lo que hablo cada día. Me rebelé con pasión juvenil cuando Mike Tyson mutiló a Evander Holyfield y busqué espacios donde opinar que aquél no debía volver a boxear, y me sentí un estúpido perdido cuando fue el propio Holyfield el que dos días después pidió otra pelea con el criminal que había sido capaz de cercenarle una oreja. A Mike Tyson el mundo del boxeo, casi sin excepciones, lo protegió, y Evander también, porque ¿qué vale una oreja que no se pueda sacrificar por un dinero?

Desde ese tiempo infame, cuando Tyson era el mochaorejas y el negocio fue incapaz de castigarlo, el boxeo no ha mejorado, ha empeorado, con decisiones espantosas, títulos en exceso y peleas millonarias insoportables por malas.

Una competencia, de lo que sea, debe preservar lo elemental, que es el juego limpio. De otro modo no tiene sentido. El ganar irracionalmente, la manía del hombre inferior que lo impele a "romper madres", debería estar confinado al territorio de las guerras, donde no perece ni pierde necesariamente el que está equivocado.

Esta victoria del futbol mexicano no significa nada, pero echar la pelota afuera, que era también echar a México afuera de la final, nos hubiera dado otra clase de victoria, valiosa y buena, generosa y mejor, irreemplazable: la de la honorabilidad y la decencia, y tal vez el ejemplo brutal de mágico pudor, exhibido a un mundo de tantas maneras pestilente, esa forma contundente de decir que todavía vale la pena vivir por ideales, habría sido aplaudido por millones de personas de aquí a la eternidad.

Pero a nadie le importa nada, y a nadie le importa nadie. Olvidan que las mejores sociedades de la historia fueron las que descansaron sobre los pilares de la solidaridad y el bien común.

Ganamos el partido, perdimos la ocasión.

¿Cómo no lo vio Andrés Guardado? Era la inmortalidad.

Para hacer lo que hicieron no se necesitaba nada, sólo ser hombres comunes, con aspiraciones silvestres y deseos mundanos. Para echar la pelota afuera se necesitaba una portería más chica o un alma más grande.


diario deportivo Esto

20 de julio de 2015

Amar a los animales

La vida no es vida sino intenso dolor para la mayoría de los animales sólo por haberles tocado en suerte compartir el planeta y este tiempo con el hombre, su verdugo más cruel y excesivo.

Los ‘animales no humanos', hay que decir, para expresarse con propiedad de ellos, seres maravillosos en los que la naturaleza es perfección, pero tristemente indefensos ante el individuo elemental, depredador incorregible.

Hay quienes afirman que lo que distingue al ser humano de los otros animales es el raciocinio, pero es necesario ponerlo en duda, viendo lo que aquel hace con su aparente ventaja, no sólo en su relación con los seres inferiores que están a su merced, sino con el uso inescrupuloso que le da en cada acto a su facultad de entendimiento.

Apenas comprendiendo su ignorancia y confusión puede explicarse la arrogancia insoportable del que pone su derecho a la vida ciegamente por delante del derecho a la vida de otros seres.
Si somos superiores, sólo esa condición nos agrega un imperativo moral por el cual debemos rendir justificaciones de nuestros actos. Sólo el hecho de que debamos decidir cómo tratar a los animales, hace a nuestra relación con ellos moralmente grave. Decía Shakespeare en ‘Hamlet': “no hay nada bueno o malo sino que el pensar así lo hace”. Nosotros pensamos, no nuestro perro, por lo que tenemos el privilegio y la carga de hacernos responsables de la relación y el trato.

Pero nuestra relación con las bestias, sin embargo, es la de las metáforas que las degradan. “Eres un animal”... “Eres un burro”... ¿Por qué no “eres un hombre torpe”, o “eres una mujer egoísta”?

“Soy un miserable gusano” decía Friedrich Nietzsche para autodefinirse, cuando lo devoraba la sífilis y expiaba su remordimiento de filósofo porque se acostaba con su madre y con su hermana. Había muchas culpas humanas en él, pero ¿qué culpa era del gusano?

El siglo XX fue generoso y mezquino, bálsamo y letal, ubérrimo para la ciencia y retrógrado para la convivencia entre los hombres. Sobre su final mostró ¡por fin! una luz de esperanza en el reconocimiento al derecho de los animales en las sociedades civilizadas. Una luz, que quede claro, nada más que eso, pero algo más que nada.

Los derechos del hombre en la Grecia clásica eran los derechos del ciudadano varón y libre. Las mujeres y los esclavos eran para la legislación tan poca cosa como hoy son –continúan siendo- los animales en las comunidades rabonas e incultas.

Otras formas de discriminación, igual de abyectas y vergonzantes ha visto la historia. Quemar al hereje en la hoguera fue una conducta aceptada, hasta que un día la civilización decidió que era inaceptable.

Todo es cuestión de tiempo. Llegará el día en que el exterminio irracional de los animales no humanos de esta época, en casi todas las sociedades, será un asunto que se exhibirá en museos, a la mirada incrédula de los visitantes.

Tengo malas noticias para los orgullosos “seres superiores” que en tono peyorativo llaman bestias a las bestias: los hallazgos sobre el mapa genético de las especies demuestran sin lugar a réplicas, que nuestro patrimonio genético es idéntico al de los gorilas en un 97 por ciento, y si esto es de suyo humillante... para los gorilas, claro, también se halló que el número de genes necesarios para constituir un hombre es sólo el doble de los que tiene un gusano.

La vida es, aun para la ciencia, el más grande de los milagros, lo que parece ignorar el hombre promedio de todas las latitudes, porque la compromete cada vez que puede, arrasando bosques y especies, contaminando el aire y el agua, y detonando nuevas enfermedades. Es el hombre, entre todos los seres vivos, el único dotado para la estulticia.

Konrad Lorenz, el etólogo austríaco, el gran sabio del siglo pasado que en 1973 obtuvo el premio Nobel de medicina, dijo: “el hombre siempre fue bastante estúpido, pero últimamente noto un cambio... está peor”. Es el mismo médico bondadoso que amaba a los animales hasta la médula y que en otra ocasión afirmó: “De sólo pensar que mi perro me quiere más que yo a él, siento vergüenza”.

Lord Byron escribió para la tumba de su perro ‘Botswain' este epitafio: “Aquí reposan los restos de un ser que poseyó la belleza sin la vanidad, la fuerza sin la insolencia, el valor sin la ferocidad y todas las virtudes de un hombre sin sus vicios”.
Los animales, salvajes o domésticos, son, a la luz de la inteligencia, nuestros compañeros de viaje. Su sacrificio o sufrimiento inútiles son actos de inmoralidad y barbarie degradantes para quien los provoca.

¿Por qué quererlos?

Una máxima filosófica simple dice que es correcto preferir un estado de cosas mejor a uno peor.

Pero detrás de esto, en términos cotidianos, por respeto a nosotros mismos. Porque el cuidado de todas las formas de vida nos hace más evolucionados. Porque lo expansivo es primitivo y la inhibición es cultura. Por compasión, que la compasión es una olvidada emoción elevada. Porque matar o hacer sufrir es destrucción. Porque construir es participar como un Dios todopoderoso del acto de la Creación. Porque el hombre útil o bueno o civilizado vive de acuerdo con ciertos valores y no hay valores que justifiquen la crueldad. Porque la inteligencia invita a vivir de tal manera que nuestras acciones aporten a la felicidad y no al dolor que hay en el mundo. Porque proveer a la vida y no a la muerte no puede ser una antigualla, a menos que el mundo esté irremediablemente perdido. Porque estoy seguro que entiende usted la diferencia entre la sensibilidad de quien mata a un animal por placer, y la de quien goza escuchando la Quinta Sinfonía de Beethoven.

Un amante de las corridas de toros me dijo una vez que los toros de lidia no nacerían si no existiera esa primitiva obscenidad que llaman fiesta, “porque son criados para la muerte en la plaza” –me explicaba-, a lo que respondí que con su criterio podríamos criar niños para que sean sacrificados frente a cincuenta mil forajidos con boleto pagado.

Desde Platón sabemos que educar es formar en la virtud. Piedad, compasión, amor por la vida de todos los seres, respeto por la otredad, son conquistas del hombre morigerado, de buenas costumbres, superior. Superior no de superar a los demás, sido de haber sido capaz de mejorarse a sí mismo, de haberse alejado de aquella pequeña cosa tan sin pulimento que era cuando nació.

¿Por qué dirán que con relación al hombre los animales son una especie inferior? ¿Porque no tienen algunas “virtudes” que adornan a los hombres? Sí, recuerdo algunas: el odio, la maldad, la envidia, la venganza, el rencor, el engaño, la traición, la soberbia.

Todos los animales, humanos y no humanos, morimos cuando cesan nuestras funciones corporales. Los hombres crueles, empero, mueren mucho antes, aunque ni lo noten.


Diario Esto

17 de julio de 2015

Bárbaros, ¡los fallos no se modifican!

Me entero con estupor que el Consejo Mundial de Boxeo cambió el resultado de la pelea entre Mariana Juárez y Vanesa Taborda a 'No Contest'. El sábado, cuando pelearon, los jueces habían hecho vencedora a Juárez en una mala de decisión.

Me digo que no puede ser verdad, la primera ley del boxeo es: LOS FALLOS NO SE MODIFICAN. No se modifican, con una sola excepción: cuando hay positivo de drogas.

En junio de 1995 la Comisión de Boxeo del Distrito Federal, en México, que presidía David García Estrada, anunció su intención de autorizar la revocación de fallos "cuando el caso lo amerite", y se le echó el mundo encima. Por fortuna pudimos abortar la extravagante idea. Ningún caso lo amerita.

La irrevocabilidad de los fallos es algo sagrado, la esencia del boxeo, la única garantía de respeto al espectador.

Todo lo que vale en este mundo tiene un precio. El precio de esta regla de oro, una de las conquistas fundamentales del boxeo organizado, es que ocasionalmente puede soportar una injusticia.

Aun así, los fallos que se dan al final de las peleas, no se modifican, por las siguientes razones:

- Entre dos males, hay que escoger el menor.

- Las protestas se multiplicarían al infinito, y tras cada pelea el perdedor iría a pedir el cambio de fallo.

- Es peligrosísimo dejar una puerta abierta para que la calificación de lo peleado, que es lo que importa, se pueda cambiar días más tarde con motivo de otras apreciaciones.

- Es absurdo que los aficionados vean ganar a uno el sábado, y se enteren por el periódico del jueves que ganó el que perdió.

- Ya no habría garantías de nada, salvo de desorden.

- ¿Quién traza la raya para diferenciar qué peleas de fallo controvertido deben ser enmendadas? ¿Las de 4 puntos mal sí y las de 3 puntos mal no?

- La revocación de un fallo crea un precedente. Jurisprudencia se llama en el mundo del derecho. El que viene detrás alegando haber sido perjudicado con una decisión también tiene derecho a ser atendido.

Terminada una pelea empezaría la lucha de presiones, padrinos, influencias y opiniones espontáneas en un territorio en el que a veces encontrar dos expertos es difícil.

En la historia del boxeo están los fallos revocados como una mancha ominosa, y siempre los hemos considerado una vergüenza que no debe repetirse.

Una de las mayores sinrazones se registró cuando Abe Attell peleó con Jack Dempsey, un peso pluma de Colorado, el 3 de septiembre de 1901 en Pueblo, California, precisamente la pelea previa a aquella en que Attell ganó el título al gran George Dixon. El primer veredicto del réferi (que era el único que daba el resultado) favoreció a Dempsey, pero poco después dijo que se arrepentía y que mejor declaraba un empate. Se armó un escándalo de proporciones bíblicas y como las protestas no cesaban más tarde le dio la victoria a Attell en veinte rounds.

Otra perla que nos aporta la historia la hallamos en la pelea entre Jack McAuliffe, el invicto campeón ligero, y el welter Tommy Ryan. Fue en Scranton, Pensilvania, el 30 de septiembre de 1897.

Resulta que la pelea estaba arreglada, pero no le informaron bien al réferi Pat Murphy, y éste le dio la decisión a Ryan, a pesar de que lo mejor lo había hecho McAuliffe. El acuerdo era que se daría un veredicto de empate, pero McAuliffe tenía el compromiso de no presionar a su rival que era notoriamente inferior en calidad.

Por alguna razón el réferi entendió que la decisión sería para Ryan si terminaba de pie.

Cuando después de la pelea se armó un alboroto monumental, Murphy cambió de parecer y le adjudicó el triunfo a un furioso McAuliffe que no cesaba de protestar y decir que en el segundo round dejó revivir a Ryan después de tenerlo noqueado.

Este insólito enredo terminó siendo el primer cambio de una decisión que se recuerda.

Después, hubo muchos. Willie Lewix vs Dixie Kid en Francia en 1911; Packey O'Gatty vs Roy Moore en Nueva York en 1921; Mike McTigue vs Young Stribling en Georgia en 1923; y hasta una pelea de Ray Robinson vs Gerhard Hecht en Berlín en 1951.

La Asociación Mundial de Boxeo en 1981 declaró campeón mundial superpluma al chileno Benedicto Villablanca sobre el ring, pues le había ganado al puertorriqueño Samuel Serrano, pero cambió el resultado 19 días después y dijo que Villablanca nunca fue campeón.

En México en los años cincuenta, en la Arena México, se dio una decisión a Kid Anahuac sobre el venezolano Sony León, pero como había sido una ignominia, la Comisión cambió lo actuado y días más tarde decretó que el ganador había sido León.

Todos estos atropellos de los que cambian decisiones, son comportamientos bárbaros y arbitrarios que acercan al boxeo a una atmósfera prostibularia y nauseabunda.

El tiempo no se puede echar atrás y decir que no pasó lo que pasó. La inviolabilidad de los fallos es una conquista del público y de los boxeadores. Del boxeo.

Estoy recordando a los maestros reglamentaristas que ha tenido el boxeo, que han conseguido en un siglo que nuestro deporte evolucione hasta tener reglas casi perfectas hace 30 años. Ellos no dejaron huecos. Algunos me enseñaron lo que sé, si sé algo, y lo que me enseñaron lo respeto con devoción. Cada regla, cada palabra, se pesaba, se desmenuzaba, se decidía y se santificaba.

Los grandes reglamentaristas del boxeo. Eddie Eagan, Piero Pini, W.A. Gavin, José Sulaimán, Ícaro Frusca, Angel Auzzani, Julio Ernesto Vila, Chuck Hassett, Arthur Mercante, Frank Gilmer, John Grombach.

El tratamiento de las reglas fundamentales del boxeo es un asunto delicado, de la más eminente importancia, y sólo puede quedar en manos de entendidos, no de aventureros.

Estos son días de anunciar las puntuaciones parciales a media pelea, de nocauts en rounds que terminan peleándose los tres minutos, de romper la sagrada regla del peso que debe (debería) respetarse siempre, de dar empates en peleas titulares con el título vacante, que es legal pero demencial, de cambiar fallos dados en el ring. Y así, vamos a regresando a cuando estábamos francamente mal.

Cambiar un fallo para corregir una injusticia es un error. Es peor el remedio que la enfermedad.