25 de junio de 2012

Hace 117 años nacía Jack Dempsey (2/2)


*Viene de Hace 117 años nacía Jack Dempsey (1/2)

Jack Dempsey se disponía a hacer contra el francés Georges Carpentier la tercera defensa del título de los pesados, suyo tras haber aniquilado a Jess Willard. Sería la pelea más espectacularmente anunciada, comentada y palpitada por estadounidenses y europeos jamás programada.

Si Estados Unidos y Francia hubieran entrado en guerra, la expectación depositada en el asunto no habría sido mayor.

Al contrario, la Primera Guerra había quedado atrás y el mundo se recomponía. Era 1921. A Italia pronto llegaría el fascismo. Albert Einstein ganaba el premio Nobel de Física. En la presidencia de los Estados Unidos, Warren Harding sucedía a Woodrow Wilson, lo que devolvía el poder a los republicanos. Henri Landrú, llamado el Barba Azul de Gambais, y acusado de haber asesinado a ocho mujeres, era condenado a muerte en Francia. Se fundaba el Partido Comunista Chino. Fallecía Enrico Caruso.

Hitler movilizaba a los miembros del Partido Obrero Nacionalsocialista Alemán. El poder bolchevique evolucionaba rápidamente hacia una férrea dictadura. En la ciudad de México el poeta Ramón López Velarde moría prematuramente a los 33 años de edad.

Años de la Ley Seca en los Estados Unidos, cuando se prohibió la destilación, el transporte y la venta de alcohol.

Dempsey ejercía una atracción sin igual…

Era el máximo ídolo del deporte, un ícono. Cautivaba y enamoraba. Seducía como sólo lo haría cuarenta años después Cassius Clay.

Dempsey había ganado el título sin ocultar un pasado de vago, borracho y peleonero. En sociedad con su manager Jack Kearns, y con su promotor Tex Rickard, había logrado niveles de popularidad y éxitos nunca antes vistos.

Tex Rickard estaba siempre preparado para explotar al máximo el ángulo comercial de sus promociones. Para la tercera defensa de Jack eligió al carilindo Georges Carpentier, que en 1906 había comenzado a pelear en peso mosca. Carpentier, amado incondicionalmente en Europa, era todo lo que no era Dempsey. Tenía un pasado militar de héroe en la guerra, y una figura afable, garbosa y sofisticada. Ni más ni menos que lo opuesto a la presencia ceñuda e impenetrable del campeón.

Esta fue la pelea entre el héroe y el haragán salvaje y desaliñado. El viejo mundo contra el nuevo mundo, y muchas cosas más.

Otra vez Rickard, el genio, el iluminado, manipuló brillantemente a la prensa. La pelea capturó la atención de todos y alimentó la imaginación como ninguna otra en el pasado. Dempsey-Carpentier fue la primera pelea cuya taquilla superó el millón de dólares. El 2 de julio chocaron en Los Treinta Acres de Boyle, Nueva Jersey, produciendo a la boletería 1’789,238 dólares. A Dempsey le había sido garantizado un salario de 300,000. Los deportes eran ya entonces una obsesión americana. La multitud parecía haber enloquecido. Un conjunto musical tocó durante diez horas sin pausas la canción ‘Yes, We Have No Bananas’ que era lo que estaba de moda, y la muchedumbre cantó sin cesar.

Dempsey y Carpentier eran pesos completos chicos, si hablamos del peso. El retador pesó 78 kilos y el campeón 85,200. Setecientos periodistas trabajaron cerca del ring para contarlo a la posteridad. Era la primera vez que un título mundial se radiaba y se filmaba.

Ochenta mil personas fueron testigos de una de las peleas más dramáticas jamás escenificadas. El momento de la verdad llegó con el primer tañer del riel amartillado.

Estaban frente a frente y el tiempo pareció detenerse…

Dempsey ganó el primer round, pero nada, absolutamente nada, hacía presagiar el trámite del round número dos. Carpentier casi noqueó al gran campeón con una derecha de muerte, tras lo cual éste se vio obligado a amarrar, trabar y abrazarse para llegar al final del episodio. La oportunidad de Georges se había ido sin trocarse en victoria. Había quebrado su pulgar pegando ferozmente sobre la cabeza de Jack, pero ya se sabía que no había un hombre que pudiera acabar con el campeón de un solo golpe.

En el tercer round el retador recibió un brutal castigo, y la multitud, sabiendo que el rumbo de la pelea ya no tornaría, guardó silencio.

El final sobrevino en el cuarto. Un poderoso gancho de izquierda de Dempsey envió a la lona a Carpentier, pero éste se reincorporó a la cuenta de ocho. Después una derecha al cuerpo, ahora sí, se convirtió en arma letal para el guerrero. El réferi Harry Ertle le contó hasta el ‘no más’.

Dempsey ya no peleó ese año, y en 1922 sólo realizó veinte exhibiciones. En una de ellas, el 18 de julio en Montreal, noqueó a tres oponentes en el primer round. Uno tras otro. Volvió a la competencia en serio el año siguiente, 1923, ganándole a Tommy Gibbons por puntos en 15 rounds el 4 de julio en Shelby, Montana. Tex Rickard le había prometido al poblado ponerlo en el mapa al organizar una pelea de campeonato mundial. Pero sucedió algo más que eso: asistieron sólo 7,000 personas y los cuatro bancos de la ciudad se declararon quebrados cuando hubo que pagar la garantía de 300,000 dólares al campeón. No hubo dinero para pagarle a Gibbons, un bien preparado profesional de Saint Paul, Minnessota, y entonces resultó que éste no cobró un centavo en la pelea más importante de su carrera.

Esa se recuerda como la última de las noches desangeladas en la carrera del gran pugilista de Manassa. Sus apariciones posteriores serían altamente dramáticas y dignas de ocupar cada una un lugar en la historia.

Sólo dos meses después del insuceso de Shelby (en donde Kearns tuvo que alquilar un tren especial para que transportara a su pupilo y a él con las ganancias obtenidas), Dempsey estaba en el ring del Polo Grounds de Nueva York defendiendo el título frente al argentino Luis Angel Firpo, en la primera de las llamadas ‘Pelea del Siglo’.

Con toda justificación Firpo era apodado el ‘Toro Salvaje de las Pampas’. Medía 1.90 y tenía una mano derecha tan poderosa que jamás la olvidaría ninguno de sus rivales. Poca técnica, o ninguna, pero capaz de derribar una pared.

El argentino ya había hecho campaña en Estados Unidos y su víctima más conocida era Jess Willard, nada menos que el predecesor de Dempsey, a quien había despachado por nocaut. El pedido de Dempsey para que lo apoyaran fue una llamarada de fuego en el alma de los fanáticos, y una estampida al Polo Grounds que se atiborró con 125,000 eufóricos que serían satisfechos en todos sus anhelos. Fue la segunda taquilla de más de un millón para Rickard, el fantástico promotor que seguía engordando su prestigio, pero aún más su cuenta bancaria: 1’188,603.

Si usted me puede creer, la pelea que duró sólo tres minutos 57 segundos, produjo más drama que cualquiera otra en el resto del siglo. Firpo supo qué cosa tan inaudita era el gran Dempsey y fue derribado siete veces en el primer round y tres en el segundo, incluyendo el nocaut. Pero mientras estuvo de pie logró revestir la contienda de la más grande incertidumbre que jamás habían presenciado los asistentes, que con el corazón en la boca pasaban en un instante del silencio más angustioso al aullido más desgarrador.

Dempsey salió a la orden de la primera campanada y lanzó una derecha asesina, dispuesto a acabar con todo en un segundo. Pero falló, y la derecha de Firpo en respuesta lo impactó en el mentón enviándolo al piso. Su regreso fue instantáneo y no hubo cuenta.

Tras el electrizante comienzo el campeón vulneró al argentino con dos ganchos de izquierda que lo derribaron, y después una derecha a la quijada que otra vez lo depositó en el suelo. Firpo se levantó sin cuenta y castigó duramente a Dempsey que contestó con golpes al cuerpo. Firpo al suelo, por tercera vez. El round ya era para la historia y Firpo había pasado más tiempo en el suelo que sobre sus pies. Cuatro veces más caería Luis Angel Firpo en el mismo round, antes de que, inesperadamente, con una derecha criminal golpeara al campeón arrancándolo del piso. Fue tan brutal el golpe que, fue el impulso tan salvaje y devastador, que Jack Dempsey voló por los aires. Su cuerpo despedido pasó por entre la segunda y la tercera cuerdas para salir completamente del ring y caer en la zona de prensa.

Cien manos ansiosas se agitaron desesperadas para retornar a Mr. Dempsey al ring, en completa violación de las reglas que estipulaban la inexcusable necesidad de que quien estuviera en tales circunstancias regresara solo al cuadrilátero.

Dempsey estaba parado otra vez en el ring, al borde de la inconsciencia. Cuando el argentino se disponía a atacar nuevamente para acabar su obra, la campana vino a salvar al campeón cuya suerte parecía sellada.

Dempsey estaba en tan malas condiciones como su retador, pero alcanzaba a comprender que Firpo de pie era una bomba de tiempo. Tenía que acabar con él. Al comienzo del segundo round Firpo volvió a caer, y después lo hizo una vez más para levantarse sin defensa. Dempsey fue conocido como uno de los más implacables definidores de todos los tiempos. Acabó con el asunto con dos ganchos de izquierda con los que pareció haber ejecutado al retador. Firpo se veía como se ve un cadáver por un par de segundos, y después se torció en convulsiones antes de ponerse de rodillas. Pero esta vez no pudo levantarse y permaneció en agonía. Uno de los momentos más angustiantes del boxeo de cualquier época había terminado.

Fue la última pelea seria de Dempsey en los cuatro años por venir. Era ya, claro, una celebridad nacional y mundial y no le fue difícil ganar dinero en películas, exhibiciones boxísticas y presentaciones personales en algunas de las miles de invitaciones que recibía cada día.

Fueron sus días más gloriosos en el boxeo. Su tiempo de fama y celebridad tardaría todavía en agostarse, pues peleó por casi 18 años más. Cuenta la historia que a pesar de las molestias que causan quienes demandan autógrafos por millones a las figuras famosas, pocas veces se ha visto a un hombre más amable que Dempsey, quien se tomaba el tiempo para dedicar cada firma después de preguntar el nombre del destinatario, y con frecuencia agregaba ‘good luck’, o bien ‘keep punching’. Leemos esto cien años después y Jack Dempsey sigue siendo capaz de enseñarnos algunas diferencias. Mucho más cerca en el tiempo un tipejo campeón llamado Riddick Bowe le respondió ‘yo a ti no te conozco’ a un jovencito que le solicitaba un autógrafo.

Vendrían como lo más destacado, además de una victoria que obtuvo frente a Jack Sharkey, sus dos derrotas ante Gene Tunney, en 1926 y 1927.

Gene Tunney era un ex campeón semicompleto de los Estados Unidos, bien parecido, boxeador de clase y una personalidad inconcebible para un boxeador: estaba familiarizado con la literatura y era un especialista en Shakespeare y Platón, habiendo llegado a dar conferencias sobre los dos. Sólo había perdido una vez con Harry Greb, y se había cobrado la afrenta. En peso completo había dado cuenta de Tommy Gibbons, Bartley Madden y Johnny Risco. Un rival ideal para el gran Dempsey.

Pero Dempsey no fue el mismo que había sido y perdió la primera pelea por puntos en 10 rounds (la distancia máxima permitida por la ley de Filadelfia). La pelea, igual que todas las que sostuvo en ese tiempo, estuvo precedida por una gran publicidad y una mejor recaudación.

Cuando Jack regresó a su hogar, tumefacto como nunca antes, su esposa (la actriz Estelle Taylor) se tomó la cara con una mano, en tanto se tapaba los ojos con la otra. “-¿Qué pasó, queridito?” gimoteó, a lo que el feroz peleador repuso cariacontecido: “-Me olvidé de esquivar”.

La revancha fue conocida por siempre como ‘la batalla de la cuenta larga’, porque en el séptimo round Tunney estuvo 14 segundos en el piso y se levantó cuando el réferi apenas iba contando nueve. Dice la leyenda que Al Capone ofreció arreglar la pelea a su favor, pero que Dempsey no lo aceptó. No sabremos jamás si esto es cierto, pero pudo suceder. La pelea recaudó 2’658,660 dólares. Tunney ganaba por contrato 990,000, pero el promotor le dio un cheque extra para que redondeara el millón (el equivalente hoy sería algo así como 19 millones de dólares). Era el momento de más pronunciada crisis en la carrera de Dempsey, a los 30 años de edad, y perdió por puntos.

Su carrera boxística en serio llegaba a su fin. En 1928, un año más tarde, Tex Rickard celebraba la última promoción de su vida. Moriría en 1929 en Florida. Cerraban uno de los capítulos más brillantes y coloridos de la historia del deporte en el mundo.

Es difícil reflejar cuánto Jack Dempsey sacudió a la comunidad de su tiempo, cómo arrastró multitudes, qué cosa era en aquellos años construir estadios para 120 mil personas y llenarlos.

Sobre él se han escrito los más bellos panegíricos, entre ellos el de la escultora, poetisa y escritora madrileña Irene García, quien en ‘Fiebre para siempre’ lo describió como “Un luchador nato que hacía estremecer a las multitudes. Puños de acero, mandíbula rocosa, quienes lo trataron decían que luchaba a vida o muerte y tendía a matar”. Yo creo que se equivocaba, a pesar de las bellas palabras. Dempsey no tenía mentalidad de asesino. Los verdaderos asesinos no suelen dedicarse al boxeo y eligen otros oficios, menos peligrosos.

Jack era simplemente un espíritu batallador, envuelto en un cuerpo pétreo, que daba lo mejor en el ring, como tantos otros. Una violencia condensada, controlada y ejercitada desde sus propias vísceras. Un ciclón de vida en acción, evolucionando en el interior de un cuadrilátero, en una cárcel de rejas horizontales en el país de la niebla.

Un peleador para siempre.

22 de junio de 2012

Hace 117 años nacía Jack Dempsey (1/2)

Si la memoria sirve para algo verdaderamente útil, si la recordación nos permite edificar sobre la nostalgia, si las fechas han de conmemorarse para volver a empezar siempre en la vida, si hay aniversarios importantes para el boxeo, el próximo domingo será un día histórico, al celebrarse 117 años del nacimiento de Jack Dempsey. Se registró en la pequeña población de Manassa, Colorado, el 24 de junio de 1895. Su nombre, William Harrison Dempsey. Antes de llamarse como lo conocemos, peleó como Kid Blackie.

Fue uno de los padres del boxeo moderno.

Agonizaba 1918. La Primera Guerra Mundial había terminado y los Estados Unidos estaban hambrientos de entretenimientos. Se requerían focos de atención que obnubilaran el pasado reciente y crearan una nueva realidad, cuanto más excitante mejor. Jack Dempsey fue el gran hombre para ese momento. Peleaba desde hacía varios años y el terreno se le presentaba propicio para una carrera boxística, ahora sí, ordenada y profesional. Ya había descubierto su poder de encantamiento sobre el público en el que despertaba insondable admiración.

Jack escalaba con velocidad asombrosa a la cima de los pesos completos del momento, impactando con su estilo absolutamente salvaje, temible y temido. No en vano había aprendido todo sobre las peleas callejeras en sus años de sacaborrachos en cantinas de Utah y Colorado.

Iba a ser una estrella de los años veinte. Aquellos años que todavía se evocan como los más coloridos del siglo pasado en los Estados Unidos, y que estuvieron animados por luminarias jamás marchitas: Babe Ruth, Rudolph Valentino, Charlie Chaplin, Charles Lindbergh. Y Dempsey, por supuesto. De él dijo Paul Gallico , el célebre escritor y cronista deportivo, que “fue el más grande y más adorado héroe deportivo que el país ha conocido”.

Los orígenes del boxeo no pueden ser precisados. Su evolución encuentra raíces cada vez más profundas, conforme se regrese en el tiempo a sacudir el polvo del olvido. Boxeo profesional (peleas por dinero) existió, con distintos grados de salvajismo o moderación, desde los tiempos más antiguos, cuando se reunían hombres a batirse con lo que llamaban cestos, y que en algunos períodos se hicieron armas en las manos de los combatientes, con metales o con piedras. Homero, en la Ilíada , narra una pelea formal entre Epos y Eurialos. Pero mucho antes, hay evidencias históricas de la práctica del boxeo en Egipto y Etiopía, cuando eran un solo territorio, unos 9,000 años antes de Cristo. Es decir 8,000 años antes de que ese rincón de la tierra fuera gobernado por Ramsés II el Grande.

Pero hay otro boxeo, segura consecuencia y evolución de aquellos inicios, que es éste que conocemos en nuestros días.

Es el boxeo moderno. Sus comienzos se anotan entre 200 y 120 años atrás. Hay quienes fijan la frontera en la victoria de James Corbett sobre John L. Sullivan, en 1892 en Nueva Orleáns (pelearon con guantes de 5 onzas ), pero hay registros confiables de la actividad desde antes de 1800. Boxeadores como Tom Spring, Tom Cannon, Jem Ward, Peter Crawley, James Burke, Ben Caunt, Tom Paddock o el famoso pastor Bendigo (llamado en realidad William Thompson) todos de la Inglaterra dominante, hicieron su buen aporte a lo que pasaba hace dos centurias.

Si se trata de ver lo acontecido en el siglo veinte, si hablamos del boxeo con reglas más o menos uniformes, del traslado de la actividad a los Estados Unidos y del uso de guantes como los que conocemos, entonces sitúo a Jack Dempsey en los orígenes.

Jack fue uno de los once hijos procreados por Hyrum y Celia Dempsey. Hyrum, maestro de escuela, había sido deslumbrado por las promesas de prosperidad que adornaron la época, pero sus sueños nunca vinieron a aliviar su pesada carga, y con su familia se vio obligado a marchar de ciudad en ciudad, peregrinaje interminable, para huir de la pobreza.

A los 16 años de edad, Jack abandonó la escuela para siempre. Durante los cinco años subsiguientes se dedicó a vivir como un auténtico vagabundo, viajando en trenes sin destino, durmiendo en cualquier sitio y mendigando comida. Su único trabajo era utilizar rudimentarios conocimientos de boxeo que había adquirido de su hermano Bernie, para ganar unos pocos dólares. Retos y bravatas, pleitos de cantina, la mayoría de las veces, aportaban al adolescente las primeras pagas.

Fue alrededor de los años veinte cuando adquirió reputación como Kid Blackie, peleando en peso medio, y siendo conocido por su fuerza fuera de lo común y por su entrega y carácter incontenibles. Ganó la mayoría de unos 35 combates que se le registran con lugar y fecha, y de otro centenar que no dejaron huellas en el papel de la historia pero sí existieron y sin duda pulieron sus habilidades.

En febrero de 1917 había sido sorprendido y noqueado en un round por Fireman Jim Flynn, y ahí supo que el boxeo no es una actividad para bravucones. Estaba tan sin rumbo fijo como una veleta al viento y fue cuando decidió encauzarse. El destino intervino y pronto se alió con Jack Kearns. Ambos harían la mancuerna manager-boxeador más famosa de la historia.

Los beneficios de la sociedad para Jack, se dejaron ver de inmediato. Kearns no le daba paz y era como un padre regañón que lo acosaba para mejorar. En 1918 conseguiría vengarse de Jim Flynn, ganándole en el primer round –para no ser menos—y hacer de él uno de los 26 oponentes que cayeron antes de los primeros tres minutos en un lapso de cuatro años. Incluyendo dos años anteriores a la nueva sociedad. Era famoso, era una atracción irresistible para una enorme cantidad del público y se encaminaba veloz hacia el título mundial que poseía el también blanco Jess Willard.

Ganó a Battling Levinsky en 3, a Arthur Pelkey en 1, en 18 segundos al gigante Fred Fulton (de 1.95 metros ); a Jack Morán, de pegada demoledora, en 1; a Carl Morris, otra esperanza blanca, en 22 segundos.

Tenía 23 años cuando retó oficialmente al campeón…

Un tercer hombre, no menos mágico, no menos genial, habría de incorporarse al grupo: Tex Rickard, el más grande promotor y negociante del boxeo de los primeros setenta años del siglo veinte.

Eran los tres juntos. El mejor, más el mejor, más el mejor. Un milagro irrepetible.

Pero en los asuntos de humanos siempre pasan cosas. Un día, sin estar dañadas las relaciones entre el manager Jack Kearns y el promotor Rickard, aquél había acusado a éste de robarle al peso mediano australiano Les Darcy, quien por ese tiempo se cotizaba por las nubes. Como es de caballeros exitosos cobrarse las deudas, Doc Kearns estaba dispuesto a hacer pagar a Tex su felonía. Exigió una garantía de 27,500 dólares por los servicios de Dempsey, sabiendo que hay cosas que alguien ha de comprar, cualquiera sea el precio. La cantidad era una locura para la época.

Tex Rickard no la tuvo fácil. Willard se mostró incluso más difícil de satisfacer: reclamó 100 mil dólares para pelear con el ya conocido como ‘el Asesino de Manassa’.

El duelo sería el 4 de julio de 1919 en la Bay View Park Arena de Toledo, Ohio. Willard saldría de las sombras pues no había defendido el título por más de 3 años. Fue la pelea más comentada desde que Jack Johnson derrotara a Jim Jeffries 9 años antes. Rickard construyó una arena para 80,000 espectadores sentados y 20,000 más parados. Fue una de sus obras colosales. Cifras de gente reunida que cuando se alcanzan aún hoy asombran.

A pesar de lo apasionante del encuentro, la venta iba algo lenta, y el famoso promotor ideó un recurso que se le copiaría siempre: anunció días antes que los boletos se estaban vendiendo como pan caliente, y en vías de acabarse. Consiguió pedidos urgentes por miles y compuso las cosas con su maniobra.

La temperatura sería la del infierno en aquel día patrio para los Estados Unidos: 44 grados. Willard, de 37 años, parecía llevar ventajas en los análisis previos. Pesó 245 libras (casi 112 kilos) e impresionaba desde su figura monumental de 2.07 metros . Dempsey era un chaparro de 1.83 metros y sólo 187 libras (84.5 kilos).

Sí, decididamente la pelea parecía lo que los estadounidenses llaman un ‘mismatch’ (desigual, fraudulenta….) a favor de Willard.

Y sí, fue una pelea desigual, a favor de Dempsey. Está en un error quien crea que la principal de las anécdotas se refiere a las siete caídas que sufrió Willard en el primer round. Lo más digno de contarse es que Dempsey bajó del ring luego de la séptima caída y se dirigió presuroso a los vestidores, dispuesto a cobrar la fabulosa apuesta para la que había sido instruido por Kearns: apostar 10,000 dólares a que la pelea terminaba en el primer capítulo. Hubo un alegato interminable sobre el campanazo que puso final al primer round, y que habría sonado sin dar tiempo a que la cuenta acabara, tras lo cual Dempsey fue llamado otra vez al ring.

El casi campeón tardaría dos rounds más en completar la tarea, aunque a Willard más le hubiera valido que no fuera así. Veamos: su quijada terminó con doble fractura, dos costillas quebradas, perdió cinco dientes, sufrió quebradura del tabique nasal y un ojo estaba cerrado por los golpes. Si de suyo esta descripción es aterradora, habiéndole sucedido a un gigante que poco antes parecía indestructible, se convierte en patética.

La bravura de Willard no estuvo en discusión. Al final del tercer round él mismo decidió retirarse diciéndole a su esquina y al réferi Ollie Pecord que no podía continuar. Dempsey era campeón y comenzaba uno de los tiempos más fabulosos en la historia del boxeo. Lo que Dempsey hizo movilizando multitudes en un tiempo en el que las comunicaciones eran casi nada, quizá no ha sido igualado. Willard vivió 49 años más y jamás se sobrepuso a la derrota.

Llevó a su tumba el convencimiento de que había sido víctima de estratagemas sospechosas. Decía, por ejemplo, que Dempsey había usado un trozo de metal dentro del guante derecho. La verdad es, sin embargo, que no había razón alguna para su amargura, salvo la actitud del león herido, que ni vencido quiere darse por vencido.

Las dos primeras defensas fueron rutinarias. Nocauts a Billy Miske y Bill Brennan. Miske era su amigo y estaba seriamente enfermo de nefritis . Le rogó al campeón una oportunidad para ganar dinero. Jack se vio obligado y arriesgó (es una forma de decir) su título en Benton Harbour, Michigan, el 6 de septiembre de 1920. Fue nocaut en tres rounds. La pelea recaudó 143,904 dólares y Miske recibió 25,000. Jack cobró 55,000 y resolvió las cosas con piedad y con pena. Fue en su vida un asunto para olvidar.

Otra defensa, la tercera, conmovería al mundo entero, sin exageraciones. El rival, Georges Carpentier, de Francia, campeón europeo de pesos gallo a completo. Europa toda y cada rincón de los Estados Unidos vibraron con el acontecimiento. La astucia de Tex Rickard administró bien la emoción colectiva y creo una atmósfera universal que hizo del mundo una sala teatral.

Fue el 2 de julio de 1921 en Nueva Jersey. Marcada a fuego en la historia. Primera pelea cuya taquilla superó el millón de dólares. Los mejores boletos tenían un precio exorbitante, inalcanzable para la mayoría, 50 dólares. Finalmente el promotor recaudó 1’789,238 dólares. La mitad del mundo virtualmente se paralizó. La radio fue un medio de comunicación más importante que nunca. Y donde no llegó la radio, el telégrafo.

Esta pelea, sólo ésta y otra posterior que Dempsey sostuvo con el argentino Luis Angel Firpo, fueron las más grandes. Cosas iguales difícilmente se han visto.

Cuando iban a chocar Dempsey y Carpentier un globo aerostático se elevó sobre París, cargado con dos depósitos de humo de colores, azul y rojo. Recorrería la ciudad anunciando a Francia el resultado de la pelea. Azul sería el soñado triunfo, rojo la infamante derrota. París lloró ese día, y el deporte en la vida de los hombres escribió una de sus páginas imborrables.

Lo contaré en detalle en la continuación de este relato, en pocos días.

En youtube se puede ver a Jack.

Hablamos de Jack Dempsey. Un portentoso campeón que nació hace 117 años y no morirá jamás.

CONTINUACIÓN

13 de junio de 2012

Los fallos no se modifican

¡Ayyyy!

¡Que no suceda lo que podría suceder!

Dos jueces robaron a Pacquiao y violentaron al boxeo. Que no pretendan arreglar lo estropeado con un cambio de decisión.

Como la tormenta no cesa, en un viraje de timón la OMB dice que revisará la pelea, y el director ejecutivo de la comisión de Nevada, Keith Kizer, declara algo parecido, que “podrían intervenir”, después de que al final del combate opinaron que no había nada que investigar.

Me curo en salud porque los grandes dirigentes del boxeo parecen una especie en extinción, y no falta ni cinco minutos para que alguien blasfeme que hay que cambiar el resultado. No, señores, los fallos no se revocan, porque sería un remedio peor que la misma enfermedad.

Ningún caso, por grave que sea, por injusto e indignante que nos parezca, amerita la modificación de un resultado. La irrevocabilidad de los fallos es algo sagrado, la esencia del boxeo, la más segura garantía de respeto al espectador.

No sé si ustedes saben que en algunos países del mundo existe en universidades la cátedra “Historia y técnica del boxeo”. Bien, si yo fuera profesor enseñaría el primer día: “Las peleas se deciden por nocaut o por puntos, si se deciden por puntos los fallos no se modifican, tengo más cosas que enseñarles pero ninguna más importante que esta”.

Todo lo que vale en este mundo, tiene un precio.

El precio de esta regla de oro, una de las conquistas fundamentales del boxeo organizado, es que ocasionalmente puede avalar una injusticia.

Aun así, los fallos que se dan al final de las peleas no se modifican, por las siguientes razones:

Entre dos males hay que escoger el menor. Y el menor es la no posibilidad de cambiar decisiones.
Las protestas se multiplicarían hasta el infinito, y tras cada pelea el perdedor iría a pedir el cambio del fallo.
Es peligroso dejar una puerta abierta para que lo peleado y lo juzgado, se pueda cambiar más tarde con motivo de otras apreciaciones.
Es demencial que los aficionados vean ganar a uno el sábado, y se enteren el martes que en la reunión de la comisión de box se decidió… que ganó el que perdió.
Ya no habría garantías de nada.

Terminada una pelea empezaría la lucha de presiones, padrinos, influencias (reverdecería la corrupción), y cien opiniones en un terreno en el que encontrar dos expertos a veces es difícil.

En la historia del boxeo están algunos fallos revocados como un oprobio, como algo que no debe repetirse.

Una de las mayores sinrazones se registró cuando Abe Atell peleó con Jack Dempsey, un peso pluma de Colorado, el 3 de septiembre de 1901 en Pueblo, California; precisamente un poco antes de que Atell ganara el título mundial a George Dixon. El primer veredicto del réferi (era el único que decidía) favoreció a Dempsey al final de los veinte rounds, pero poco después dijo que se arrepentía y que mejor declaraba un empate. Como el descontento del público no menguaba, más tarde se dio la victoria a Atell.

Otra perla que nos aporta la historia la hallamos en la pelea entre Jack McAuliffe, el invicto campeón ligero, y el welter Tommy Ryan. Fue en Scranton, Pensilvania, el 30 de noviembre de 1897. La pelea estaba arreglada, pero el réferi Pat Murphy entendió mal las instrucciones y le dio la decisión a Ryan a pesar de que lo mejor lo había hecho McAuliffe. El acuerdo era que se daría un veredicto de empate. McAuliffe había aceptado no presionar a su rival que era notoriamente inferior en calidad. Por alguna razón el réferi entendió que la decisión sería de Ryan si terminaba de pie.

Cuando después de la pelea se armó un alboroto monumental, Murphy cambió de parecer y le adjudicó el triunfo a un furioso McAuliffe que no cesaba de protestar y decir que en el segundo round dejó vivir a Ryan después de tenerlo noqueado, sólo para respetar lo acordado.

Este insólito enredo terminó siendo el primer cambio de una decisión que se recuerda.

Después, hubo muchos. Willie Lewix vs Dixie Kid en Francia en 1911; Packey O’Gatty vs Roy Moore en Nueva York en 1921; Mike McTigue vs Young Stribling en Georgia en 1923; y hasta una pelea de Ray Robinson vs Gerhard Hecht en Berlín en 1951.

En México en los años cincuenta, en la arena México, se le dio una decisión a Kid Anahuac sobre el venezolano Sony León, pero como fue una ignominia la comisión cambió después el fallo y decretó que el ganador había sido León.

Comportamientos bárbaros y arbitrarios. El tiempo no se puede echar atrás y decir que no pasó lo que pasó. La inviolabilidad de los fallos es una conquista del público y de los boxeadores, del boxeo.

Estoy recordando a los maestros reglamentaristas que ha tenido el boxeo, desde la semilla que sembró John Chambers en 1865. El boxeo ha evolucionado hasta tener reglas casi perfectas. Algunos de esos maestros pertenecen a las últimas décadas y me enseñaron lo que sé. Los recuerdo con respeto y con devoción. Aprendí que cada palabra de un reglamento se pesa, se desmenuza, se estudia, y cuando se aprueba se santifica. Aquí sus nombres: Eddie Eagan, Piero Pini, W.A. Gavin, Ícaro Frusca, Angel Auzzani, Julio Vila, Chuck Hassett, Arthur Mercante, Frank Gilmer, John Grombach.

Nótese que este es un artículo que no está dedicado a lo ocurrido en la pelea entre Manny Pacquiao y Timothy Bradley, sino anudado a sus posibles consecuencias. El boxeo necesita buenos boxeadores pero también buenos dirigentes conductores.

Se quita la gripe fusilando al enfermo, pero es mejor tratarlo para que se recupere.

Sabremos pronto si Nevada y la OMB saben cómo proceder para salir de este laberinto.

12 de junio de 2012

Pacquiao es Pacquiao

Con menos amor que antes vamos a ver a Manny Pacquiao el sábado, cuando se enfrente a Timothy Bradley defendiendo el campeonato mundial de peso welter. La relación del filipino con los mexicanos quedó dañada desde que se llevó una victoria que no merecía en la pelea de noviembre con Juan Manuel Márquez.

Este sábado, como cada vez que pelea, lo volverá a ver medio mundo, porque es extraordinario y porque es el boxeador de este tiempo. Sin embargo nunca una de sus peleas ha despertado más interrogantes que ésta, porque el Pacquiao-boxeador devino ahora en otro personaje de muchas facetas. A Pacquiao la vida lo atropella, su popularidad es un torbellino que lo empuja y que él no es capaz de detener. No es culpable de que le hayan dado el triunfo contra Márquez, ni es culpable de nada antimexicano que se le pudiera señalar. Algunos aficionados románticos o poco informados esperaban que Manny renunciara al resultado que lo premió en la pelea pasada, lo que no es posible, ni en sueños. Cuando una persona es tan importante hace mucho que ha dejado de ser dueña de sus decisiones. Hay contratos de publicidad, de promoción, de ventas de televisión, que dejarían en la ruina a alguien que en sus circunstancias dijera “lo acepto, yo perdí esa pelea que me dieron ganada”. No está mal, no está bien, las consideraciones morales no cuentan. Simplemente, así es.

El motor que mueve al boxeo es la presencia de sus ídolos, que se dan por épocas, y que desaparecen con el paso del tiempo o son reemplazados. Si no hay un ídolo del momento el boxeo entra en un irremediable letargo. El futbol, a diferencia, vive del amor a la camiseta, que los aficionados adoptan en su infancia y conservan toda la vida. Manny Pacquiao se ha adueñado de este tiempo boxístico, por su capacidad de seducción. Si algo habría tenido que compartir con Floyd Mayweather, éste se encargó de que no hubiera disputa. Manny tiene el encanto de una estrella de cine, Floyd el de un sepulturero. Una pelea entre ellos podría haber hecho mucho por la supremacía de Floyd, si ganaba, pero los últimos meses han precisado que no quiere pelear la gran pelea, con lo que se condena.

Hoy existe un Manny Pacquiao en el mundo del boxeo, dueño de todos los amores, dueño de todas las miradas. En otros tiempos este monopolio de idolatría fue sucesivamente de Jack Dempsey, de Jack Johnson, de Henry Armstrong, de Joe Louis, de Muhammad Alí, de Sugar Ray Leonard, de Julio César Chávez, de Mike Tyson y de Oscar de la Hoya. Podría mencionar a algunos más. Con matices, pero hubo idolazos e ídolos menores, los hubo de todos los tamaños. Hubo también los que valían más que nadie, pero que no permearon en el gusto de la gente, y se mantuvieron lejos del delirio, como Larry Holmes.

Timothy Bradley ha trabajado intensamente, se sabe desde hace un par de años que anhela ser él quien reemplace al formidable tagalo. Nadie sabe si tiene mucha o poca oportunidad de conseguirlo. Las peleas dan las respuestas, no los llamados especialistas. No se deje sorprender por la mentira de los pronósticos, o pregúnteles a los que pronostican quién predijo que Alí le ganaría a Liston, o que Pender le ganaría a Robinson, o que Tunney vencería a Dempsey. Los resultados se dan por una serie tan grande de factores que intervienen (especialmente en los deportes individuales), que nada está dicho antes de que suene la primera campanada. La gente se forma una idea de los peleadores, y cree que siempre va a ver al mismo, y la verdad es que nunca ve al mismo. Si un futbolista no está del todo bien en un partido, con un poco de talento pasa el balón y disimula, quizá nadie se da cuenta. A ver si un boxeador puede disimular cuando no tiene una buena noche. Este deporte es en serio. No digo que los demás no lo sean. Digo,porque lo sé, que en el boxeo no se juega. Si te distraes medio segundo te abollan la nariz, o te matan.

Voy a decir más, la pelea más reciente de Bradley, contra Joel Casamayor (victoria por KOT en 8) no fue la de sus mejores hechuras. Tuvo baches de imperfección exasperantes. Pero eso no significa nada, siempre es el rival más capaz el que saca lo mejor de un boxeador, y el gran acontecimiento lo hace crecer, como es posible que suceda en la pelea que se avecina. No cuenta gran cosa que contra el cuarentón Casamayor tuviera grietas de insuficiencia. Lupe Pintor perdió con el Topo Gigio Vázquez(que venía de perder 14 combates), y en su siguiente aparición, dos meses después, le ganó a Alberto Sandoval en gran pelea por el campeonato mundial gallo.

Hay razones para que creamos que este sí, Timothy Bradley, va a dar más pelea que otros. Margarito equivocó la estrategia (porque planeaba empezar a pelear a partir del quinto, y en el quinto ya no había pelea) y encontró a Pacquiao en su mejor noche, Joshua Clottey se mareó en esas alturas y Shanne Mosley fue un descarado que ya no buscaba nada más que dinero. Pero Bradley, ¿por qué podría no estar a la altura del compromiso? Yo creo que sí lo estará.

De Manny Pacquiao no me pregunten. Yo no sé. Nadie sabe. Ni siquiera él lo sabe. Va a intentar regresar a ser el que fue por orgullo personal, por dignidad, porque nadie se niega la posibilidad de ser mejor, pero a veces se puede y otras veces no se puede, y eso sólo lo prueban las peleas. No hay entrenamiento capaz de revelar la verdad. Pacquiao es una maquinaria de suma complejidad, un mecanismo de relojería, un alquimista de ingenios infinitos. Tiene que ponerse a funcionar y que no falle nada, ni los brazos, ni las piernas, ni la velocidad, ni la precisión, ni la inteligencia, ni el alma.

Veremos en la pelea. A Pacquiao los que escribimos de boxeo lo hemos estado retirando, diciendo que está harto y muy distraído, pero los peleadores son impredecibles, y muchas veces hacen otras cosas, no las que predijimos en nuestras sesudas elucubraciones. Cuando Larry Holmes tenía 32 años, dijo “cuando tenga 38 no haré la estupidez de seguir en un ring para que me sigan pegando, voy a ver las peleas y cómo se pegan otros en la comodidad de un buen sofá en mi casa”. A los 38 peleó con Mike Tyson que le puso una golpiza feroz y a los 52 seguía en el ring, no en el sofá.

Otra vez, el tinglado está bien armado. Los hombres proponen y Dios dispone. Recuerden, para que haya cuarta pelea con Juan Manuel Márquez los mexicanos el sábado estamos con Manny Pacquiao. ¿Sí? ¿Estamos?

11 de junio de 2012

¡Policííía! ¡Ladrones!

La escalada de podredumbre alcanzó su punto más alto y no nos deja respirar. Es inimaginable que los jueces de Las Vegas puedan producir algo más adulterado que la decisión de la pelea entre Timothy Bradley y Manny Pacquiao que vimos el pasado sábado. Los malos fallos han existido siempre en el boxeo pero esto no tiene nada que ver con tarjetas equivocadas como algunas que se recordarán por siempre (Louis-Walcott, Alí-Norton III, Lara-Williams, por ejemplo), es algo mucho peor. El boxeo de Las Vegas ha sido secuestrado por gente que no es del boxeo.

El estado de Nevada pone los jueces, es ley federal, nadie puede inconformarse. O lo respetas o peleas en otro lugar. El aficionado promedio no entiende algunas complejidades y tantea buscando culpables donde no los hay. Ni Robert Arum ni Francisco Valcarcel tuvieron que ver con el robo, en todo caso podría decirse que están entre las víctimas, pero Valcarcel (presidente de la OMB ) tenía la obligación de pronunciarse. Estába viendo que su deporte era herido de muerte y en entrevista posterior al insuceso no fue capaz de decir algo más responsable que: “esto hace interesante al boxeo”. Su declaración provoca náuseas. Tenía que decir “no avalo lo ocurrido”, pero no lo dijo.

Manny Pacquiao peleó redivivo, fuerte, eficiente, y me animo a decir que cómodo. No corrió peligro relevante y hasta administró el ritmo con que dominó a Bradley a lo largo de la pelea. Así fue a los ojos de los 14,206 espectadores con boleto pagado en el MGM, y de millones de telespectadores. Esta vez todos estuvimos de acuerdo, excepto sólo dos que –milagrosa casualidad—eran jueces de la pelea. No se puede digerir. No pasa. No es creíble.

Yo di 117-111; Benny Ricardo, de la televisión inglesa, 118-111; Los Angeles Times 117-111; Joaquín Henson, de la televisión filipina, 117-111; Harold Lederman, de HBO, 119-109; el diario Las Vegas Review Journal del domingo tituló “Bradley gana por obsequio de los jueces”, y su columnista Ed Graney escribió: ‘Bradley ganó el primer round. Después quizá ganó los rounds 10 y 12 (esa fue mi tarjeta Lamazón). No hay modo de aceptar que haya ganado más’. Cameron Dunkin, manejador de Bradley, dijo a la TV, antes de conocerse la decisión: ‘Ganamos cuatro rounds, perdimos ocho’. Y Tim Bradley se disculpó con Arum sobre el ring: ‘Lo intenté, pero no pude con ese salvaje’.

Y vino la decisión, que enardeció a un público de coctel, nada boxístico. A mi lado una muchacha mexicana, feliz sin por qué, le decía a su pareja: “¡Qué padre pelea, güey, y tú qué onda güey, ¿quién ganó?!”, ajena a que el mundo se estremecía por sus cimientos.

Nigel Collins, el reputado comentarista de ESPN, ex editor de The Ring, respetado como pocos, escribió pocos minutos después en twitter una frase devastadora: “A tragic night for Pacquiao and boxing. It was perhaps the worse decisión I’ve ever seen. Anybody who thinks it was incompetence is a fool”.

Lo que más subleva es la impunidad. En un mundo ideal la comisión de Nevada debió declararse en emergencia y llamar a la policía, iniciar una investigación prometiendo que algunos irán a la cárcel. Pero no harán nada, porque el sistema se ha envilecido, no hay instancia de apelación ni corte suprema donde inconformarse. El juez que crucifica a un boxeador no rinde cuentas a nadie por su felonía. Simplemente, puede hacerlo. Sabemos bien que cuando los hombres pueden hacer lo que les da la gana sin rendir cuentas, provocan tragedias.

El boxeo está inserto en un mundo patas arriba, gobernado por las bolsas de valores, por los bancos, por la especulación y por el dinero sucio, ¡tanto tienes tanto vales!, ¿de qué nos sorprendemos tanto? Abra usted el diario, cualquier diario, cualquier día, y lo verá. Yo trabajo en la televisión donde hace algunas semanas nos censuraron una grabación porque en la mesa de comentaristas había una botella de vino a la vista. Ya sabe “la botella no puede verse, se graba de nuevo”. Y en el noticiero del mismo canal, el mismo día, aparecen catorce cuerpos mutilados hallados bajo un puente, o veintitrés, o treinta y cinco. No pasan otras noticias porque otras no hay. ¿Cómo, cómo, queremos que sea el boxeo? ¿Limpio y transparente? No puede ser porque el ser humano ha evolucionado a un estado de ingobernabilidad. O alguien duda de que a Mike Tyson había que retirarle la licencia para siempre cuando mutiló a Evander Holyfield. Eso fue lo que muchos dijimos al día siguiente del acto criminal, pero poco más tarde el propio Holyfield le restó importancia a lo ocurrido: ‘no fue tan grave, quiero la revancha’. Con esta actitud ética no viajamos al cielo, viajamos al infierno.

Eso también es corrupción, es descomposición moral, la de los que viven devotos de la religión del dólar. Su Vaticano es Wall Street. Lo del sábado es peor. El boxeo fue violentado. ¿Para qué necesitaba jueces esta pelea? ¿Para qué necesitaba esos jueces? Yo no sé nada de apuestas, pero me obligan a pensar mal, y no quiero pensarlo. Si estamos en manos de los fulleros y la mafia, todo ha terminado para el boxeo. Habrá que voltear a ver las funciones de pueblos, si es que la élite se ha corrompido hasta alcanzar su fecha de caducidad.

No me imagino a Bob Arum comprando a los jueces, eso no sucede, y sería imposible. Los jueces no podrían salirse de madre con esta flagrancia sin el beneplácito de la comisión local. Pero parece que la comisión no hará nada, porque su indiferencia tiene nombre y no me atrevo a decir cómo se llama. Y la OMB dice: “¡Qué divertido! ¡Qué interesante!” (Valcarcel dixit). Es de una gravedad que da calambres.

Nada se ha investigado, nada se ha probado a pesar de tantas dudas, pero da la impresión de que algo muy grande y terrorífico permanece escondido detrás de estas decisiones. Yo creo, con Nigel Collins, que no sospechar es pueril, una estupidez.

En la conferencia de prensa que sigue a todas las peleas, Arum gritaba: ‘¿dónde están los miembros de la comisión de Nevada? No hay ninguno aquí, siempre se esconden, no veo a uno solo que dé la cara. Esos jueces que pusieron son viejos, no saben calificar una pelea, y esa mujer (refiriéndose a la jueza Ross, de la pelea)… ¿habrá visto una pelea de boxeo en su vida?’ No se fue de largo con el lenguaje, aunque no le cuesta mucho, cuidó lo que decía, para no pronunciar ofensas que en los próximos días desvíen de lo sustancial una polémica que va a continuar.

Quizá el sistema de calificar peleas es obsoleto. Da vueltas la idea de cinco jueces (como en los clavados) para que de las puntuaciones se eliminen las dos extremas, pero es impráctico y caro. Otra cosa, como medida de emergencia, si yo fuera el organismo que reconoce al campeón (la OMB), ya en la mañana del domingo hubiera anunciado ‘que Nevada ponga sus jueces, nosotros vamos a poner en el lugar un jurado internacional neutral y competente que haga público un fallo no oficial. Es experimental. Vamos viendo en qué sitio queda Nevada que con su cotidiana arrogancia no acepta jueces que no sean los de casa’.

Esperaremos que en el transcurso de la semana que empieza hablen todos los que tienen que hablar. El silencio es cómplice, no es una opción. Los organismos del boxeo deben pedir a las autoridades de los Estados Unidos una investigación. Bob Arum fue el primero, ayer domingo llamó a la fiscalía de la nación a tomar el caso en sus manos. Si el atraco del sábado no lo amerita, no lo amerita nada. Mejor apaguemos las luces y nos vamos. O le colocamos a las arenas un cartel que diga: “Prostíbulo plus, comercio de carne humana”.

Ahora el boxeo, bien o mal, debe recomponer el tablero. Habrá revancha. En los años ochenta se logró que las revanchas quedaran prohibidas, para desbaratar especulaciones y componendas. Ahora no sé si están prohibidas en las reglas de la OMB , no me acuerdo, no me interesa. Puedo verificarlo en dos minutos, pero estoy cansado –como usted, lector—de ser estafado. Si el reglamento prohíbe o no prohíbe, da igual. Si la revancha es conveniente (conveniente quiere decir lucrativa) encontrarán la luz verde o la excepción reglamentaria que la permita.

La indignación del mundo entero les importa un cuerno a la mayoría de las autoridades del boxeo. Al fin y al cabo un poco antes de la próxima gran pelea la industria de la publicidad nos hará olvidar el pasado y nos convencerá de que lo que nos venden es imperdible. Será fácil, nadie cree que Timothy Bradley es ahora el mejor libra por libra ni que Manny Pacquiao ha dejado de serlo. Nos instalarán la necesidad de volver a creer, una vez más, con todo y los jueces de Las Vegas.

El campeón Bradley y el retador Pacquiao volverán a pelear el 10 de noviembre. Cualquier posibilidad de peleas Pacquiao-Márquez o Pacquiao-Mayweather, está muerta.

Esto sería de risa loca, si no fuera una tragedia.

8 de junio de 2012

Los boxeadores y las drogas (2/2)


*Viene de Los boxeadores y las drogas (1/2)

Un hombre está sentado frente a una puerta cerrada, y observa. Si se inyecta una dosis de morfina dirá, confundido: “La puerta está cerrada para siempre”, y se abandonará sin salida. Si fuma mariguana creerá, por el contrario: “La puerta está cerrada, tengo que pasar por el ojo de la cerradura”. Si aspira cocaína su reflexión, aparentemente lógica, será: “La puerta está cerrada, tengo que romperla a patadas”. Esto, que tiene el aire de una fábula oriental, es la realidad del drogadicto. En ninguno de los casos buscará la llave que está en la bolsa de su pantalón. No puede hacerlo porque ese hombre acaba de caer en una trampa mortal: a través de la droga voló el puente que lo unía con la realidad. Quien consume la droga por placer, paga el altísimo precio de una dependencia psicológica casi absoluta.

Hemos visto que la presencia de las drogas en el deporte es alarmante. Y al ocuparnos específicamente del boxeo, aun siendo el menos contaminado de todos, la lista de víctimas es larga.

En los años noventa el entrenador Lou Duva comentaba la dramática situación de Rocky Lockridge, otrora campeón del mundo con un sólido prestigio, “todavía no es nada buena”. Lockridge, un hombre joven, que cayó preso de la cocaína se había quedado en la calle: lo desalojaron, su esposa lo abandonó llevándose consigo a sus hijos, y él era motivo de comentarios de la gente del boxeo porque se ganaba centavitos, para mal comer, como ayudante de última jerarquía en un modesto restaurante en South Jersey.

Duva aseguró que “este tipo de cosas, en el boxeo estadounidense, suceden con la gente que uno menos espera”. Citó el caso de otro pupilo suyo, el también ex campeón mundial Johnny Bumphus, otra víctima del ‘crack’… “Ambos eran como hijos míos”, dijo Lou, agregando que cuando se enteró que Bumphus era drogadicto no pudo creerle a sus oídos.

Sin embargo, ni Lockridge ni Bumphus son excepciones. Como ellos, también fue presa de los maléficos encantos de la cocaína el ídolo argentino Carlos Monzón, y muchos creen que si no hubiera mediado la presencia de drogas en una rencilla doméstica, su esposa Alicia Muñiz podría estar hoy con vida. Sugar Ray Leonard llamó hace algunos años a una conferencia de prensa para anunciar su recuperación, tras haber sido cocainómano y vivido de rodillas. Gustavo Ballas, otro argentino campeón del mundo, después de haber consumido cocaína salió a cometer asaltos con una pistola de juguete. A todos ellos, antes de caer en el vicio, les sobraban dinero, fama, mujeres, amigos, tiempo y halagos. También, paradójicamente, hastío.

El psiquiatra vienés Víctor Frankl, afirma: “Hoy no nos enfrentamos ya, como en los tiempos de Freud, con una frustración sexual, sino con una frustración intelectual. El paciente típico de nuestros días no sufre tanto como en los tiempos de Adler, bajo un complejo de inferioridad, sino bajo un abismal complejo de falta de sentido, acompañado de un sentimiento de vacío, razón por la que me inclino a hablar de un vacío existencial”.

El párrafo me interesó especialmente porque soy testigo de la angustia que carcome a boxeadores retirados que no saben qué hacer con sus vidas, y especialmente con su tiempo. Un ex campeón mundial mexicano, tras retirarse de la actividad me visitaba en las oficinas del Consejo Mundial de Boxeo en los años ochenta, y recuerdo sus palabras: “Me levanto a las nueve de la mañana y el día es muy largo, no tengo nada que hacer hasta que me dé sueño otra vez”.

Manuel Vicent, escritor español, también habló del hombre y la droga: “Ni bípedo implume, ni animal racional, ni portador de valores eternos, la mejor definición de nuestra especie es la que afirma que el hombre es un bicho drogadicto por antonomasia. Algunos zoólogos --continúa diciendo—se empeñan en señalar que también otros animales, llamados interesadamente por nosotros ‘inferiores’, muestran patente afición a provocarse embriagueces: las hormigas soban cariñosamente a ciertos pulgones para beber el perturbador jugo que estos exudan; algunos tiburones se emborrachan por hiperoxigenación en las corrientes que atraviesan determinadas cuevas submarinas; los elefantes recurren a los frutos fermentados de ciertos árboles para propinarse unas borracheras dignas de aquel desamor que nos curamos en el Tenampa.

El naturista e investigador César Javier Palacios, confirma: “Hace años, durante un paseo por la siempre cautivadora Laurisilva Canaria (especie de bosque en las Canarias), me llevé una increíble sorpresa. En el cerrado sendero me salió al paso una rata negra, que caminaba dando trompicones contra raíces y piedras, ajena a mi presencia. Tan confiada estaba que incluso pude tocarla sin que se inmutara.

Normalmente ariscas, huidizas y hasta peligrosas, su extraño comportamiento tenía una explicación: estaba drogada. Su vicio habían sido los frutos y brotes jóvenes del acebiño (Persea índica), un árbol propio de estas selvas atlánticas, con propiedades alucinógenas.

Lo cierto es que si el hombre se embriaga de diferentes maneras desde hace miles de años, el hombre deportista había conservado tradicionalmente una cierta inmunidad. El deporte era cosa de mentes sanas en cuerpos sanos, y así había sido sacralizado. Hasta que en la segunda mitad del siglo pasado la cocaína lo contaminó todo.

Cuando ‘el Terrible’ Tim Whiterspoon le ganó a Tony Tubbs el campeonato mundial de peso completo actuó bajo los efectos de la mariguana. Desde entonces nunca volvió al primer plano, pese a su notable talento boxístico. ¿Otros nombres para continuar el recuento? Muchos pesos pesado: León Spinks, Mike Dokes y el mismo Tony Tubbs. Con una agravante: el hijo de León Spinks fue asesinado cuando apenas realizaba su segunda pelea profesional, en circunstancias que tuvieron que ver con traficantes de estupefacientes.

El vino es citado 155 veces en el Antiguo Testamento, y se sabe que los indígenas americanos habían descubierto el mezcal 2,000 años antes de que Colón husmease por estas tierras. Por donde indaguemos nada desmiente y todo confirma la relación de los hombres con los estimulantes o las sustancias mareadoras de todo tipo.

Poco después del descubrimiento de la heroína –en 1874—los laboratorios Bayer, de Alemania, la lanzaron al mercado como un remedio ‘para todo’. Las propiedades del nuevo producto –dijeron—“justifican su presentación al mundo”. La campaña publicitaria se lanzó simultáneamente en doce idiomas. Sus resultados fueron tan buenos que en 25 años sólo en Estados Unidos había 200,000 adictos. El congreso de ese país decidió prohibir la heroína, que se había consumido por toneladas en la Primera Guerra Mundial. Los congresistas estadounidenses recibieron una estadística que los trastornó: el 94 % de los delincuentes de entonces consumía lo que Bayer había presentado como ‘un fármaco seguro, de excelencia, bueno para todo’.

Las drogas no se acaban, se acaban antes los imperios. Y por eso la búsqueda de ejemplos históricos realizada en este espacio ha sido insistente. Se trata de un problema de enormes consecuencias y seguramente de imposible solución. La labor de los dirigentes del deporte, del periodismo y de los médicos del deporte es de importancia extrema, aunque en lo cotidiano nadie se los agradezca.

Conste que casi en el final de dos artículos sobre este tema no me he ocupado del flagelo del alcohol. Su abuso por la juventud y la no juventud, y por los deportistas, es muy conocido, y sus consecuencias también, obvias y despreciables. Vale la pena que no pase inadvertida su mención, como la mención a las drogas baratas, mariguana e inhalantes. La labor de las comisiones de boxeo de provincia en nuestro país debe ser indelegable y sin pausas.

Uno se pregunta por qué caen en la tentación tantos pugilistas, y la respuesta no es fácil, ni única, pero especulando podría decirse que la mayoría son jóvenes con antecedentes relativamente oscuros, e invariablemente han experimentado la pobreza, llegando a la riqueza repentina, sin transición, sin educación, sin valores, sin guías.

El estilo de vida que inauguran, tan pronto son campeones, es siempre idéntico: exageración en el vestir, carros, alhajas y compañía, amor por lo innecesario, exaltación del ‘yo valgo lo que traigo colgando, como una manera segura de ocultar lo que fue el sino de su vida, la miseria. El regodeo del súbito acceso a grandes cantidades de dinero, como antítesis de la falta de identidad original y privaciones, suelen resultar una combinación explosiva. Llenan el cuerpo de porquerías y dejan huérfano el espíritu que podría hacerlos mejores seres humanos, pero ni lo saben ni lo quieren saber.

Esto y los amigos ¡ahhh! los amigos de ocasión que surgen no se sabe de dónde! los hace especialmente vulnerables a las nuevas experiencias que no tardan en aparecer como ofertas irresistibles. Quien no fue educado para decir que no, sólo sabe decir que sí.

Y, desde luego, hay otra razón más que evidente: el aplauso fácil y el halago sobredimensionado los acostumbra pronto a ese único alimento para las emociones, para el espíritu. Es alimento chatarra, pero es el único que hay. Se vuelven adictos rápidamente a los honores y la excitación, y se emocionan con soberana facilidad. Muy pronto necesitan más y más estímulos.

Mucha gente de la vida fácil se les acerca y no es raro ni es tardado que alguien saque ‘un pase’ para alegrar una velada. Quizá sea un poco difícil engatusarlos la primera vez, pero cuando se hacen amigos de la droga ya no hay puerta de salida. Tristemente la tragedia anida fácil si la gente es sin escuela. Le pasó a Willie Pastrano, lo mismo que a Gerry Cooney, a Pinklon Thomas, al Macho Camacho, a Tyrrel Biggs y a Chuck Wepner. Y a muchos ex campeones mexicanos que no hace falta exhibir aquí para probar de qué es capaz la engañosa compañera blanca.

Quisiera terminar con una sorprendente ironía de Eduardo Galeano que escribió hace algún tiempo: “Si las drogas se vendieran libremente en las droguerías, sólo recurrirían a ellas quienes no se atrevieran a perturbar su alma y sus sentidos con los venenos realmente potentes, como el pensamiento o la soledad”.

Más seriamente, reflexiono sobre lo absurdo de nuestro tiempo. Efectivamente, hay sociólogos y políticos que posan como paradigmas de una actitud progresista y liberal, y que reclaman la legalización de la mariguana para ganarse simpatías de inexpertos. Después, cuando la mala hierba destruye vidas, no están ellos presentes para salvar a las víctimas.

Y pienso ¿qué le pedía a la vida Diego Maradona? Todo lo que le había pedido en su niñez desarrapada, lo obtuvo, y cuando lo obtuvo comenzó a despeñarse. Como tantos.

A veces la búsqueda de la felicidad es maravillosa, y encontrarla es una maldición.

1 de junio de 2012

Los boxeadores y las drogas (1/2)

Doscientos atletas chinos que irán a Londres a participar en los Juegos Olímpicos dejaron de comer carne a principios de marzo para conjurar la posibilidad de sorpresas en los controles, mientras un ejército de ciento cincuenta científicos se prepara en la capital británica para trabajar día y noche en la mayor batalla de la historia contra las drogas en el deporte.

La lucha entre los que buscan estímulos para maximizar el rendimiento en los escenarios de competencia y quienes intentan impedir su uso conservando al atleta en estado puro es vieja, pero otra vez está de moda.

El boxeo profesional es otro mundo, pero el tema de discusión es el mismo, excepto que los boxeadores algunas veces se drogan para competir y otras veces lo hacen para divertirse. La actuación de la VADA (Voluntary Anti-doping Association) ha venido a crear zozobra en unos cuantos hombres del ring que consumen algo más que lo permitido, cada cual por diferentes motivos.

El 20 de octubre de 2000 Mike Tyson le ganó por nocaut técnico en tres rounds a Andrew Golota en Michigan, sin embargo la comisión de boxeo local no tardó en cambiar el resultado oficial de la pelea declarando un ‘no contest’ (sin decisión) porque el vencedor dio positivo de mariguana.

Mucho más recientemente Shane Mosley, Lamont Peterson, Julio César Chávez Junior y André Berto, entre varios más, fracasaron cuando sus muestras de laboratorio revelaron el uso de sustancias prohibidas.

En diciembre de 2008 nadie entendió nada cuando Oscar de la Hoya fue un espectro frente a Manny Pacquiao, que a pesar de ser más chico en su peso natural, lo cacheteó como a un niño en la pelea con la que aquél se retiró humillado del boxeo. Pero todos entendieron todo cuando meses después Oscar reveló que ingresaba a un tratamiento de desintoxicación y con mucha vergüenza confesó ser una víctima más.

Hace unos cuantos años una pequeña noticia en los diarios daba a conocer que Hilario Zapata, ex campeón mundial de minimoscas y moscas, había sido hallado durmiendo sobre retazos de cartón en un mercado de abastos en Panamá, donde durante el día cargaba costales para sobrevivir ganando propinas. Hacía dos años que había dejado el boxeo (o el boxeo lo había dejado a él, porque en su pelea de despedida terminó perdiendo por nocaut en el primer round), y en los meses siguientes había perdido casa y familia.

Hilario Zapata llegó a lo más alto que se puede llegar, y entre 1977 y 1993 disputó cincuenta y cuatro peleas como boxeador profesional, de las cuales 22 –nada menos—fueron por campeonatos mundiales. Ganó una fortuna para su tiempo, soy testigo de que este mundo le quedaba chico. Lo visité en 1981. Era campeón del Consejo Mundial de Boxeo con siete defensas exitosas. Jamás olvidaré la impresión que me causó su flamante casa donde tenía una recámara acondicionada como una discoteca altamente sofisticada. Cama redonda de colchón de agua con sistema hidráulico que la hacía subir y bajar, tablero de control electrónico para efectos psicodélicos y luces de mil colores, humo, espejos, aromas en el aire, televisores y videocaseteras. La música alcanzaba niveles récords de decibeles, algo capaz de matar a un elefante.

Me consta el honrado esfuerzo que hizo su manejador, Luis Spada, por indicarle el camino conveniente. Más tarde, esclavo ya de la droga el ex campeón, otra vez Spada hizo lo posible y lo imposible por rescatarlo del infierno. Todos los bienes a Zapata se los había dado el boxeo, todos los males, la ignorancia.

Aunque el boxeo ha sido tradicionalmente el más limpio de los deportes cuando de hablar de drogas se trata, sus protagonistas no han escapado al irresistible embeleso de las sustancias, especialmente de la cocaína que desde hace décadas hace presencia una y otra vez en los peores momentos de los reyes del ring.

Un cuidadoso repaso de la relación de boxeadores y otros deportistas con estimulantes permite ver, igualmente, que otros psicotrópicos, como mariguana e inhalantes han encontrado buenos clientes a través de los años. Imposible olvidar que fue el campeón de peso pesado Tim Witherspoon, el que cuando la Comisión de Nevada le informó que su examen antidoping había dado positivo de mariguana exclamó: “Es natural, me fumé un puro de la mejor hierba hace pocos días”.

Un rastreo riguroso en el tiempo sería cosa de nunca acabar, pues la drogadicción ha sido asunto de los hombres desde la antigüedad, y hace mucho que no es tópico sólo de las páginas policiales, sino que se proyecta a los ámbitos deportivo, político y artístico.

Nada es nuevo ni hay tanto de qué asombrarse. Veremos que el hombre se las ingenió siempre para depositar su dignidad en la pátera de los estímulos seductores de la droga. En tiempos remotos quedaron testimonios del uso medicinal de un líquido lechoso extraído de las cápsulas verdes del “papaver somniferum” o amapola, antes de que se secasen las semillas aromáticas con que se espolvoreaban algunos manjares.

Se dice que el nepente que Helena de Troya sirvió en la Odisea contra la desazón de los huéspedes de su esposo Menelao, no era sino opio disuelto en vino. No en vano la reina infiel había estado en Egipto, donde se cultivaban esos misteriosos sedantes.

Modernamente el narcótico siguió ejerciendo su acción aplacadora del dolor y, aunque no faltaron voces de alerta, el láudano (opio con azafrán y vino blanco) fue durante mucho tiempo una medicina tan generalizada como hoy la aspirina, y su venta y consumo no revestían esa aura de exotismo, culpa y clandestinidad que adquirió luego.

La historia de la drogadicción en la actualidad, es la historia del abuso que ha hecho el ser humano de los maravillosos recursos que aprendió a robarle a la naturaleza, para curar con las propiedades de las plantas. Y del ominoso negocio en que derivó.

Hasta la publicación de las “Confesiones de un opiómano”, de Thomas de Quincey, no se consideró la adicción a la droga, sus etapas y riesgos, como un hecho psicofísico digno de estudio. Y no porque faltasen tratados médicos o revelaciones de usuarios, pero unos y otros se atenían a casos particulares, sin abordar una sintomatología abarcadora de sus efectos. El libro de De Quincey indujo a más de uno a probar el opio, pero también impulsó la investigación científica sobre este sutil universo.

En la medicina actual se utilizan preferentemente los alcaloides del opio: morfina, codeína, eucodal y otros. La morfina, descubierta en 1806, bautizada así porque recuerda al dios Morfeo, del sueño, comenzó a emplearse en inyección hipodérmica en la segunda mitad del siglo XIX, y con ocasión de la guerra franco-prusiana su utilización como analgésico provocó tal número de toxicomanías, que fue considerada como una de las plagas del siglo. La morfina, con sus derivados sintéticos, heroína y dolantina, continúa siendo la base del problema social de las toxicomanías graves en muchos países.

Sin embargo, es la cocaína la droga del mundo moderno que ha contaminado sin piedad al deporte de estos días. El cocainismo en forma de masticación de las hojas de la planta, se conoce desde hace siglos en América del Sur y tiene allí una cierta difusión tradicional en determinadas zonas entre la población indígena (en Bolivia, Argentina y Perú). En Europa el uso de la cocaína tuvo una gran difusión en los años de la Primera Guerra Mundial, y en América su producción es un boom desde hace cincuenta años. Con un gran recipiente consumidor que son los Estados Unidos.

Después de los Juegos Olímpicos de Seúl, en 1988, la preocupación de las autoridades deportivas aumentó ante la realidad de que las drogas habían llegado al deporte para instalarse en forma definitiva. Daniel Vidart, un alto investigador de la UNESCO comentó por entonces: “Este deporte es el antijuego, o la negación del juego”.

Hay una enloquecida carrera entre las formas de doparse y los métodos de detección cada vez más capaces de encontrar lo que era imposible hallar. Estamos ya frente a una realidad de doping funcional y sistemático. Todos los representantes de los países estrellas están sobredimensionados, convertidos en monstruos cronometrados, medidos, pesados, procesados, superentrenados, drogados. No es un doping coyuntural, sino de largo alcance y programado.

Esto significa, además, una profesionalización total o, empleando un lenguaje contemporáneo, la robotización. ¿El amateurismo? Era la esencia del deporte, en otra época.

Es difícil decir hasta dónde se llegará en esta despersonalización. En el caso de los pesistas en juegos olímpicos recientes fueron hallados con doping positivo en masa. Algunos cuantos ni siquiera pudieron participar porque quedaron descalificados de antemano cuando fueron pescados con las manos en los anabólicos.

Ben Johnson, tan dopado en su momento como todos los demás competidores de los 100 metros, cuyos tratamientos los teratiza (los convierte en monstruos), recorría esa prueba en 46 zancadas, pero fue un cliente frecuente y transgresor de las pruebas de laboratorio. Lo mismo puede decirse de los actores de una competencia de natación, de las muñecas mecánicas rusas o rumanas de la gimnasia rítmica con aros, cintas, cuerdas o clavas. Son casi robots. La eficacia devora la espontaneidad, la perfección acaba con la alegría. En el boxeo profesional las víctimas son mucho más numerosas entre peleadores retirados, o a punto de hacerlo. En las peleas de campeonatos los exámenes antidrogas son obligatorios desde 1978, y esto ha actuado como un disuasivo importante. Además, ha hecho del boxeo quizá el menos contaminado de todos los deportes.

Pero siempre aparecen cosas nuevas, aptas para hacer trampas. El eminente médico mexicano Guillermo Mézquita, especialista en la materia, dice “es altamente probable que la mayoría de los boxeadores de élite utilicen hormona de crecimiento. Con sólo interrumpir su consumo pocas horas antes de la prueba antidoping, es indetectable, o casi, porque ya hallamos un camino para hacer contacto con sus rastros, pero por ahora se trata de un procedimiento muy costoso”.

Es un hechizo irresistible el que se apodera de muchos encumbrados y los hace caer en los brazos del peor de los enemigos tan pronto dicen adiós a los cuadriláteros. Fue el caso de León Spinks, Mike Dokes, Tony Tubbs o Ubaldo Sacco, entre muchos. Un largo registro de casos –al que no escapó Sugar Ray Leonard--, muestra mucho terreno recorrido desde que Barney Ross, campeón mundial ligero y welter en los años treinta, fue tratado de malaria con heroína, convirtiéndose en adicto.

Veremos mucho más de la relación entre boxeadores y drogadicción, como un apéndice de la vida de los hombres procurando estímulos, a veces por la aventura, otras veces para embriagar las penas de la vida, pero siempre realimentando males que son recidivantes. Como el tema es lo suficientemente largo, volveré con otro artículo continuación del presente.

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