7 de noviembre de 2021

Canelo cada vez mejor

Hace tiempo había un Canelo.

Ahora Canelo es varios individuos en un mismo envase. Es el boxeador, pero es también el personaje de la vida mundana en que se ha convertido. Un vendedor de imágenes a lo bestia, un revienta-taquillas, el hacedor de controversias operando en el vórtice del torbellino, el motivo de polémicas que no cesan, el destinado a ser mejor o peor que otro en infinitas comparaciones.

Tiene un don, cumple con sus promesas, sin procrastinar.

Éramos miles los escépticos años atrás cuando Canelo comenzó a revelar sus objetivos, ser el mejor de México, ser el mejor del mundo, ser un grande en la historia apoteósica del boxeo. El tiempo, ese intangible fullero que tiene la costumbre de poner las cosas en su lugar, ha pasado, y revela que, uno a uno, con paciencia de eremita, Álvarez sigue pateando obstáculos y caminando.

Hoy nadie afirmaría que este Canelo es el mismo que peleó con Floyd, ni diría que sabe por qué se hizo aquella batalla a destiempo.

Canelo ha mudado de piel muchas veces tras aquel insuceso.

Un día antes de su primera pelea con Gennady Golovkin alguien me preguntó qué podíamos esperar de Canelo, y respondí: “lo que conocemos de él, a esta altura ya nadie exhibe cosas nuevas”. Canelo tenía 27 años y 51 peleas.
 
Se dan cuenta que los observadores a veces tenemos que subrayar nuestros errores, para reforzar el mensaje. La capacidad de mejorar, en el caso de Saúl.

Esa primera pelea con GGG fue la que más me gustó de Canelo. Hizo cosas sorprendentes, con una cintura activa y movimientos de traslación de estreno. Un trabajo remanso de belleza en el ring, y una actitud de “mucho macho” que lo hizo recostarse demasiado en las cuerdas, enconcharse y recibir golpes en los antebrazos, un poquito en cada round. Hubo público que se confundió, creyó que a Saúl lo estaban tundiendo.

Cuando me dicen que muchos no lo vieron ganar, respondo que todas las grandes peleas que se van a la decisión, crean división de opiniones.

Según los ‘haters’ de Canelo, él nunca había peleado con nadie, y con Golovkin, más allá de cualquier duda razonable, lo iban a matar.

Después de Golovkin vino una serie de peleas más o menos controversiales para Saúl. La de Yildirin, un cuadrapléjico que llegó de Turquía, habría que borrarla de su récord. Me arrepiento de haberle reclamado que la aceptara, quizá porque tardé en advertir cuánto se la impusieron.
 
Hasta que llegó la pelea con Caleb Plant. El boxeo es imprevisible, y es al mismo tiempo exótico. ¿Un hombre de 21 peleas podía crearle problemas a Saúl? ¿Era Plant más que Kovalev, Smith o Saunders?

Me costaría explicarle a alguien que no vio la pelea, que Caleb Plant, un libra por libra menos boxeador que Canelo, le hizo una pelea pareja a Saúl, mientras hubo pelea, con un jab eficiente y piernas en constante traslación para dificultarle el blanco al mexicano.

La pelea fue de buenos intercambios y le dio al público un poco del Canelo aguerrido y rabioso que querían ver.

Canelo es pueril cuando se trata de coleccionar títulos y cinturones. Sonríe y acaricia como un niño las fajas que casi no puede cargar. Está bien, cada cual colecciona lo que quiere. Aun en esta época cuando es una obscenidad la exhibición de tantos títulos y cinturones.

Canelo no se parece a nadie. Ningún peleador ha tenido con su mundo exterior una relación como la que él tiene con la gente.

Es austero, parco, necesario. Crea empresas, se codea con millonarios, promete futuros nuevos, se viste de marcas, mejora su inglés cada día, toca la guitarra en privado, colecciona automóviles que los individuos normales sólo vemos en cine, juega al golf, vuela en avión privado y no toca a Julio César Chávez, eludiendo una polémica en la no sería favorecido.
 
Falta decir de él que es la columna que sostiene al boxeo, el que genera ríos de dinero, el que protagoniza todas las conversaciones si son de boxeo.

Es especialista en peleas de diseñador, a las guerras le sabe poco.

Con Eddy Reynoso hacen una buena mancuerna, histórica.

No están ya ni Pacquiao, ni Floyd, ni Márquez. Está Canelo, y el boxeo necesita una gran figura para vivir, una superestrella para no morir.

Para los mexicanos, cada vez más, venciendo resistencias, es el paradigma dueño sempiterno del canto popular que grita en las gradas “sí, se puede”, “sí, se puede”, sí, se puede.”

22 de agosto de 2021

Fecha de caducidad: 21 de agosto 2021

Pacquiao vs Ugás
Llega a traición, como la muerte, el día fatal.

Más vale nunca que tarde, Manny.

Dan ganas de llorar.

¿Manny Pacquiao perdiendo con Yordenis Ugás? Pocos se atrevieron a presagiar semejante desatino. Ugás era un desconocido, antes de reemplazar a Errol Spence , uno de esos campeones tibios de estos tiempos, de esos que no conoce la gente.

Ali se acabó a los 35, igual que Ray Robinson, Henry Armstrong a los 31, Chávez a los 33, Olivares a los 31, Dempsey a los 28, Durán a los 37,Sugar Ray Leonard a los 33, Carlos Zárate a los 29. A Pacquiao la jubilación le llega a los 42. No está mal.

Le pasó lo que a casi todos. A los del ring y a los que estamos debajo. Nadie quiere apearse de la vida, cancelar los brazos en alto, abandonar los sueños, silenciar el amor de las multitudes, oír que te repitan que eres lo que sigue de Dios.

Dejar de ser es dejar de servir. Y dejar de servir es empezar a sentirse solo, cada día más solo, cada día menos vida pendiente. Hace 30 años Sugar Ray Leonard volvió al ring a perder con Terry Norris. Su ego no soportó que la figura de Julio César Chávez creciera y ocupara las marquesinas que antes le pertenecían.

En el ring del T Mobile estuvo ayer el Pacquiao-hombre, pero no estuvo el Pacquiao-boxeador. Tal vez el tren partió con Manny irresoluto en el andén.

A nadie se le puede pedir que entregue lo que no tiene, a los boxeadores sólo se les exige que den en el ring todo su inventario, con el alma, en cada movimiento. Lo perdido está perdido.

Dos piernas desvaídas transportaron imprecisas al guerrero de otrora. Un buen primer round, un poco de esperanza. Pero pronto comprendió que la tarea sería formidable, mayor de lo que había calculado.

¡Menos mal que vino Ugás, que no vino Spence!

¡Carajo! ¿Por qué no nos dimos cuenta?

Hace cuatro días hablé con Quinito Henson, ese gran periodista de la televisión filipina, y me preguntó “Eduardo, ¿cómo ves la pelea?” Y le respondí “Ugás es respetable y digno, puede crear problemas, pero no sabe lo que es pelear con un Pacquiao, que no se va a parar como otros rivales.”

Para no pararse Pacquiao necesitaba piernas vigorosas, que no tuvo.

La producción del cubano (campeón mundial #16 que da la isla) fue calculada y ejecutada siguiendo el manual del buen boxeador. La de Manny fue modesta si recordamos sus grandes noches.

En el quinto round de la pelea dije en la transmisión que Ugás era digno y respetable con independencia del resultado que tuviera la pelea. Ugás fue un hombre haciendo lo que tenía que hacer, y a veces los hombres boxeadores tienen que hacer cosas crueles. Le pasó a Marciano retirando a Joe Louis, le pasó a Oscar de la Hoya derrotando a Julio César Chávez.

Es posible que no volvamos a ver a Manny Pacquiao en un ring de boxeo. Se desaconseja consumir productos que sobrepasaron la fecha de caducidad.

Me parece haber visto un Pacquiao triste, abatido, antes y durante la pelea, cierta laxitud, menos sonrisas. Eso inasible que presagia borrascas.

Se está yendo el boxeador más deslumbrante de dos décadas. Él es más que Mayweather. Conquistó el mundo si ser estadounidense. Ganó mucho y perdió poco, respetando a ultranza las leyes del boxeo.

Es vital, Pacquio. No comprará pantuflas para ponerse a mirar la tele.

Seguramente lo veremos en la lucha política que es también lo suyo.

Enfrentado ahora gravemente con el tirano de su país, el impresentable Rodrigo Duterte al que acusó de corrupción y que promete destruirlo.

El periódico Inquirer, de Manila, dice ahora “Sigue siendo el campeón del pueblo.” El PhilStar titula: “Pacquiao es de otro tiempo, la edad lo alcanzó.”

Si es el final, si es todo, que te vaya bien, Manny Pacquiao. Eres un tipo bueno. Muchas gracias por todo.

30 de julio de 2021

Carlos Monzón

Carlos Monzón
Sábado 30 de julio de 1977.

Habían pasado algunos minutos desde el final de la pelea y el dramatismo continuaba en el Estadio Louis II de Mónaco, en el número 7 de la Avenue des Castelans, en la comuna de Fointvieille.

En ese escenario ya acostumbrado Carlos Monzón acababa de vencer por segunda vez al colombiano Rodrigo Valdés, y si era el adiós, como él estaba seguro que era, lograba retirarse de algún modo invicto. Invicto como campeón.

Tres derrotas muchos años atrás sólo eran una anécdota, y además habían sido vengadas.

Catorce defensas exitosas. Es récord. Ya está, no se lo quita nadie.

Del ring instalado en el centro de la cancha de fútbol, en el estadio monegasco construido en 1939, al camarín de Monzón, mediaban sesenta metros, que fueron recorridos como exhalación por el grupo del campeón nomás terminado todo en el cuadrilátero incluyendo los saltos y los abrazos inmediatos al anuncio del ganador.

Al cuartucho que era ese camarín entraron los que pudieron, y una que pudo fue la Condesa Branca, del Fernet muy afamado, el de la receta secreta, inveterados patrocinadores del santafesino.

Yo llegué antes que nadie al vestidor gracias a que el promotor italiano Rodolfo Sabbatini me había dado una acreditación para un lugar infame, muy lejos de las luces del ring y muy cerca de las duchas. Era yo un jovencito y mi peso como periodista, aunque fuera de Santa Fe, la tierra del campeón, era irrelevante, y a Sabbatini la gente irrelevante no le interesaba.

Ahí aparecieron, en ese pequeño hoyo caótico y tumultuoso, el inolvidable Ernesto Misray, de la revista Goles, y Cacho Fontana. No sé cómo llegaron ellos. No recuerdo a nadie más del grupo argentino. Los periodistas compatriotas no tuvieron acceso porque una vez que entró Monzón el lugar se cerró con el hermetismo de un búnker de guerra.

Monzón desnudo, sudoroso, sofocado a perpetuidad, boca arriba, echado todo lo largo de su humanidad en una camilla de madera, dura, más indicada para recibir masajes que para el descanso de un guerrero, lloraba sin control y le decía una y otra vez a su hijo “no vuelvo a pelear, Abel, no vuelvo a pelear”.

En un silencio imperfecto, y perplejos, atestiguábamos la Condesa Branca y los demás. El aire era denso y asfixiante, el momento una puesta teatral irrepetible. La podría haber pintado El Greco que pintó hombres desnudos en El Tormento del Laocoonte.

“No vuelvo a pelear, hijo, Abel, no vuelvo a pelear…”

Y el llanto de la emoción crispada, el asombro de haber sobrenadado una vez más el sacrificio del ring.

Era la cima de la curva de la vida para un sobreviviente. El triunfo a su manera, seco y rabioso, sin diplomacia y sin garbo, despiadado. Había nacido en la periferia del mundo, en esos arrabales que paren a los marginados de la sociedad, había sido un condenado al desamor de los hombres, e inopinadamente, por sus méritos y atributos, trascendido en lo suyo hasta convertirse en el mejor.

“No vuelvo a pelear… no vuelvo a pelear…”

A los 35 años, que cumpliría una semana más tarde, ya no es lo mismo… el cuero duele donde antes no dolía.
La curva comenzaba a recorrer su descenso ahora. La curva que un día, como a todos, lo convertirá en polvo y lo desaparecerá de la memoria de la humanidad. Los hombres somos olvido, y de olvidar nos encargamos siempre.


Pero fatalmente hubo un antes y hubo un después.

Carlos Monzón había nacido hacía 35 años en la alcantarilla. No hay abogados ni médicos ni arquitectos boxeadores. Es una tarea reservada a los desheredados de la sociedad, a los que no encuentran ninguna puerta abierta, a los que no hallan atajos para evadir el dolor del vivir. El que fue a la escuela no es un cliente del ring. El boxeador es el único hombre al que le pegan mientras trabaja.

Nadie está más solo. Nadie.

Trepó hasta el cielo, acarició el infinito, porque a diferencia de otros pibes compañeros de su primera infancia en San Javier o en Barranquitas Oeste, a él lo aguardaba un trueque gigantesco del destino, un cuento de hadas, un milagro difícil de creer.

Algunos boxeadores son deportistas y otros son personajes. Marvin Hagler y Archie Moore fueron guerreros solemnes, implacables, pero nunca crearon un alter ego que los representara allende el cuadrilátero. Sólo unos pocos logran ese arrebato triunfal que reúne al gran peleador con una personalidad que permea en el ánimo de la gente: Jack Dempsey, Muhammad Ali, Roberto Durán, Julio César Chávez, Mike Tyson, Manny Pacquiao, Carlos Monzón fueron de esos. Deportistas y tipos seductores, militantes del deporte pero también de la mundana vida.


El día de 1970 cuando en Roma el réferi alemán Rudolf Drust le levantó el brazo triunfador contra Nino Benvenuti, estaba marcando un hito en su vida, seguramente el más importante porque se convertía en campeón del mundo, pero nadie imaginaba que su historia de peleador estaría entrelazada perenne con su historia personal, y su historia personal sería conmoción, vesania e incesante agonía.

Monzón fue un hombre sin brújula.

Monzón fue un hombre sin paz.

¿Sería acaso un pacto entre Dios y el diablo compartiendo una criatura? ¿O de qué modo pueden entenderse estas vidas ora sacudidas por el más cruel destino, ora adornadas con placeres, dinero, popularidad, euforia, desenfreno? Quizá porque los humanos acabamos muriendo siempre en el escalón social en que nacimos, nos deslumbran tanto los cuentos de los pocos que habiendo sido lumpen se convierten en estrellas de su propio firmamento.

Monzón fue al boxeo argentino lo que Gardel fue al tango, y lo que Borges fue a la literatura, y lo que Maradona fue al fútbol.

Monzón fue la carne y la entraña de un campeón sin límites y exhibió que sobre un ring de boxeo para un argentino también todo es posible. Fue lo que fue sin proponérselo.

No programó ni lo bueno ni lo malo porque esos protocolos no formaban parte de su esencia agreste y hostil.


Hay siempre mucho para decir sobre una vida así de errática e intensa. Dejo aquí sólo unas pinceladas de memorias de veinte años compartidos con el mayor pugilista de Sudamérica.

Me gustaría señalar, eso sí, por si no queda claro en otras líneas, que Carlos Monzón fue el más utilitario de los boxeadores, entendiéndose con esto que no desperdiciaba nada. De haber sido cocinero hubiera aprovechado las cáscaras de huevo. No tiraba un solo golpe que no llegara a destino, estaba en la distancia siempre correcta. La famosa distancia para pelear que es un concepto caro a la ortodoxia del boxeo. Monzón se orientaba con un radar infalible. Véalo usted en cualquier video y hecha esta advertencia quedará sorprendido. ¡Carajo! fallaban golpes Robinson y Willie Pep, pero Monzón no fallaba jamás.

Esa fue quizá su característica personal exclusiva, y compartió otras con otros. La disciplina y preparación de Marvin Hagler, el desmadre y la temeridad de Stanley Ketchel, la determinación de Bernard Hopkins, la durabilidad de Harry Greb, el valor de Jake LaMotta, la perspicacia de Charley Burley y la dureza de Mickey Walker, por citar a algunos pesos mediano inmortales, como él.

En agosto de 1979 asistió a una despedida que me hicieron en Santa Fe -porque yo venía a vivir a México- en el célebre ‘Quincho de Chiquito’, el comedor de pescado que era la casa de la gente del boxeo. Lo acompañaba su flamante pareja, Alicia Muñiz, la uruguaya a la que los amigos conocimos esa noche. Después sería su esposa y madre de Maximiliano. El 14 de febrero de 1988 ella murió en Mar del Plata. En una riña de una madrugada de alcohol y locura, cayó desde el balcón de un primer piso. Monzón fue acusado de homicidio y encerrado en la cárcel de Batán, cerca del lugar de los hechos.

Lo visité pronto en Batán, y no le pregunté nada, porque las noticias decían que él no hablaba con nadie de lo sucedido. Nunca sabré por qué, sentados solos los dos en un banco color naranja del ancho pasillo que mentía espacios que no eran, me contó todo con una minuciosidad que habría envidiado el juez de la causa. Se mantuvo en que su intención no había sido matar, que tuvieron una pelea como cualquier pareja y que accidentalmente ella cayó para morir.

Tenía una tristeza infinita y el rostro lóbrego y final.

En 1995, tres días antes de su muerte, comí con él en la cárcel, de la que le faltaban pocos meses para salir. Fue conmigo el periodista Ricardo Porta, quien llamó por teléfono a la radio LT 9 y juntos le hicimos la última entrevista de su vida. No se grabó, se perdió. Cuando Monzón murió se pidió por ese documento a los oyentes, pero nadie lo tuvo.

Tres días después de ese encuentro en la ardiente Santa Fe de aquel enero de 1995, yo regresaba a México. Fui a Ezeiza para viajar y lo hice con Amilcar Brusa, quien a su vez volaba a Colombia, donde residía. Al llegar a mi casa en el Distrito Federal oí desde afuera que sonaba el teléfono. Abrí presuroso y atendí. Era alguien de la agencia Télam para preguntarme qué opinaba sobre la muerte de Carlos Monzón. Así me enteré.

Llamé a Brusa a Colombia, y no tuve respuesta durante más de dos horas interminables, hasta que por fin.

- Brusa, malas noticias, le hablo para decirle que murió Monzón.
- ¡Se pegó un tiro! me contestó Amilcar, en un desgarrado grito de sorpresa…
- No, Brusa, se mató en un accidente…


Ser boxeador no es un destino, es una fatalidad. No se busca ni se estudia, simplemente se abraza si la vida aprieta. Se procura torcer el sino a puñetazos cuando de otro modo no se puede. La mayoría de las veces, como en cualquier lotería, se fracasa, o se obtiene un pequeño éxito. Otras ocasiones, pocas, el triunfo es total, desmedido. Por algunos años fue el caso de Carlos Monzón, que se subió a un cohete espacial para recorrer su existencia. No supo qué hacer con el éxito. Con frecuencia sintió que todo lo que le pasaba era un tormento, y los momentos felices no fueron de goce sino sólo una revancha.

Mil veces deseó dar por soñado todo lo vivido.

¿Por qué acabó así una historia que tenía todo para terminar mejor? Será porque empezó tan mal, quizá. O por la fidelidad a ese credo idiota y suicida de vivir pensando 'La Ley soy Yo.´

Monzón siempre estuvo solo, por su actitud inhóspita, por su guisa inconquistable, porque le era más fácil recibir golpes que recibir amor.

"Monzón lo que quiere lo toma, -escribió el periodista Ernesto Cherquis Bialo- no sabe que debemos pedir lo que no nos pertenece."

Estuvo solo cuando nació y cuando creció, cuando luchó y cuando triunfó. En París, en Buenos Aires y en Nueva York. No hay aplausos ni multitudes que llenen el vacío cuando muerde por dentro, cuando desgarra la carne hace siglos.

Tarde o temprano, a alguna hora de algún día se le debe haber cruzado un espejo, y entonces fue imposible mentirse y escapar. Poner una mortaja de olvido a tantos fantasmas acechantes.

El niño aquel que nació en San Javier en 1942 eligió vivir esa vida. O quizá no fue así y la vida lo eligió a él. Viajar al cielo sin abandonar el infierno. Sufrir buscando no sufrir. Perdurar como una cádava sin entender su tragedia personal.

Todo fue vertiginoso y abrupto. Un grito. Un estallido. Un irrespirable torbellino.

Hace cuarenta y siete años el mundo le quedaba chico. Hace veintidós años se fue al silencio de la nada. Siguió el derrotero inexorable del paso de los hombres por este mundo. Y poco a poco comenzó a dejar de ser.

18 de julio de 2021

Apunte sobre los malos fallos. Un día después del Castaño vs Charlo

Brian Castaño boxeo
Robaron a Brian Castaño. Argentina y los buenos aficionados al boxeo lloran la infamia.

Duele. Indigna.

Hace diez años digo que el peor cáncer del boxeo son los malos fallos. Poco se ha hecho y se hace para atacar la enfermedad.

Peor que a Brian Castaño en San Antonio le fue al Archi Solís en Argentina, en las dos peleas vs. Luis Lazarte en Mar del Plata, cuando la promoción fue del Sindicato de Camioneros de un señor Moyano, apoyada por un coro de concertistas de bombo que golpearon a los mexicanos y los obligaron a hacer trinchera abajo del ring en un insuceso imborrable de los peores registros de nuestro deporte.

Descargo de cualquier señalamiento a Luis Lazarte, el correcto peleador marplatense, que aun corriendo riesgos personales abrazó a Solís para protegerlo.

Es cierto que esto pasa poco en Argentina, del mismo modo que pasa poco ver estos fallos en San Antonio.

Los malos fallos son miserables cuando nos perjudican pero también cuando nos benefician.

Muchos recuerdan cuando fui declarado persona no grata en el boxeo del estado de Texas (me sentí honrado, claro) por defender a un chico mexicano que había ganado todos los rounds de su pelea en Dallas y se la dieron perdida.

En México debemos andar mejor, estará pensando usted.

Está en un error. Los fallos que en los años recientes han dado en Chiapas y en Tijuana, en muchos casos son oprobio.

En Tuxtla Gutiérrez en 2016 le dieron una decisión imposible al Pollo López, una sucia canallada de la que fue víctima Toño Morán.

En Tijuana en 2018, la primera pelea de Joel Córdova con Briegel Quirino, que terminó en empate oficial, fue un desfalco que ameritaba llamar a la policía.

No puedo comprender la absoluta indiferencia de las mayorías frente al comportamiento de un bellaco con etiqueta de juez que impunemente arruina vidas de boxeadores, dando decisiones repugnantes por quién sabe qué motivaciones.

Era 1887 cuando a Patsy Cardiff le robaron la victoria que merecía en su pelea vs. John L. Sullivan en Mineápolis.

Han pasado 134 años. No hemos aprendido nada.