27 de octubre de 2016

Edith y Marcel, la más perfecta historia de amor

Dios mío, déjame retenerlo aunque sea un poco más…
Es el hombre que yo adoro
y nuestro amor le sienta bien… Es un amor
más puro que la nieve de las calles, y la conozco bien…

(La canción Mon dieu)

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El viernes 28 de octubre de 1949 un avión Constellation que viajaba de París a Nueva York se estrelló contra un pico montañoso en las islas Azores. Lo conducía el comandante Jean de la Noue, de 37 años, piloto que contaba 6 mil 700 horas de vuelo, casi todas en la línea del Atlántico Norte.

Las crónicas de la época recuerdan que el vuelo partió a las 20:54 horas y que a través de la pista sus amigos saludaron a Marcel Cerdán, sonriente, mientras agitaba la mano derecha. Fue aquella la última visión del ídolo francés del boxeo.

Algunas horas después los diarios parisienses publicaron una noticia que llegaba desde el aeropuerto de Santa María, en las Azores, y decía: “El avión París-Nueva York fue encontrado en Pic Redonta. No hay sobrevivientes. A bordo del Constellation había 48 personas.”

Moría Marcel Cerdán, amante de Edith Piaf. Los dos eran números uno en el mundo. Un boxeador y una cantante. Ambos excepcionales. Nacía sobrecogedora y amarga la historia de un amor.

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Es una perfecta historia de amor. Lo fue. El tiempo que devora todo la enterrará como entierra todas las historias, pero ésta resistirá un poco más que otras el olvido.

Edith Piaf y Marcel Cerdán conmovieron al mundo en sus tiempos, y lo hicieron cada uno por mérito propio, pero también se encontraron y transformaron sus vidas tempestuosas en un solo volcán, en una sola erupción, en una conmovedora agonía.

Piaf era no sólo el gorrión de París. Era la mejor cantante del mundo y Europa estaba a sus pies. América lo estaría. Pero por su mente jamás cruzó la idea de cambiar del todo su oscura existencia. Había sido callejera y prostituta, y con ligeros matices el sino trágico la acompañaría hasta el último de sus días.

Cerdán había nacido en Argelia, pero por los años 40, aun antes, había conquistado Europa desde un ring de boxeo. Campeón francés, campeón europeo y campeón mundial, obtuvo el título tan codiciado de peso medio al vencer a Tony Zale, en Jersey City, el 21 de septiembre de 1948.

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Marcel Cerdán había disputado más de cien peleas entre 1934 y 1948, cuando llegó la anhelada posibilidad de disputar el campeonato del mundo. Tenía 32 años, a pesar de lo cual no imaginaba que el final se precipitaría tanto. No esperaba un remate tan veloz y tan cruel para su carrera, para su vida.

Había vencido al estadounidense Tony Zale, otro hombre de acero, para tocar el cielo de los boxeadores, que no otra cosa es llegar a ser campeón mundial. Cinco meses después conquistaría el amor de la inmortal cantante del rostro ajado y la voz quebrada y celestial.

Edith Giovanna Gassion –su verdadero nombre- reconoció ser feliz a su lado. En aquel invierno europeo de 1949 había encontrado el amor, el esquivo amor para ella tan barato en todas sus formas, que llegaba en aquel hombre casado, padre de tres hijos. Alto, moreno, de espíritu infantil y sencillo, era tan famoso como ella y parecía igualmente desconcertado ante la embestida abrumadora y creciente de los admiradores.

Un auténtico campeón aclamado por millones de personas en Francia como en su África natal, en Argelia –que fue su cuna- y en Marruecos, donde vivió y peleó, al igual que en Inglaterra, Canadá, España y Bélgica. Donde se presentaba ponía de pie a las multitudes cuando boxeaba, pero en el fondo de su alma sólo deseaba paz e intimidad.

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Nadie sabe qué cosa y qué instantes hicieron que un día él le llamara por teléfono. ¡Un boxeador! Recordaba vagamente aquel encuentro con Marcel Cerdán en el ‘Club des Cinq’, en París. Pero ahora ambos se encontraban en Nueva York y la cantante se aprestaba a la conquista de la América.

Edith no podía sospechar que ese hombre tan simple, tan decente, tan sin formación, que hablaba con las manos, la marcaría tan hondo. La razón parece simple: era la primera vez que no se veía obligada a ayudar profesionalmente a una pareja –recuérdese que ella fue descubridora de Ives Montand y de Charles Aznavour-. Piaf y Cerdán eran iguales. Se admiraban mutuamente desde lo más profundo de la inocencia.

Parecían almas gemelas, los dos en el cenit de su gloria. Marcel la escuchaba embelesado cuando ella hablaba de las cosas que le gustaban, cuando hablaba de su infancia escasa y triste, de los proyectos que abrigaba… Se entusiasmaban descubriendo juntos, como dos chiquillos, a Bach, Brahms, Beethoven…

Edith cantaba las melodías de Duparc sólo para Marcel.

Treinta años después un crítico diría que “nadie evita la fuerza hipnótica que emana de una ‘star’ premiada.”

Pero lo cierto es que, a su vez, Edith se maravillaba al verlo triunfar en el ring. Si Marcel quedaba atónito viéndole conquistar al público de Nueva York con su acento de Belleville, ella se extasiaba oyendo el clamoreo de los fanáticos boxísticos después de sus impactantes triunfos sobre Dick Turpin y Lucien Krawsyck.

“Lo que tú haces, Edith, es mejor que lo que yo hago. Tú les das amor y felicidad”, le dijo él un día.

Pero a pesar de todo, a pesar de que Edith era invitada a la mesa de la princesa Isabel de Inglaterra, y a pesar de que Charles Chaplin solía llorar al escuchar su canto melancólico, la de Marcel y Piaf era una auténtica pareja. Un día pretendieron refugiarse en el anonimato y fueron un par de novios en el parque de diversiones de Coney Island. Pronto fue reconocido el púgil, e inmediatamente la artista. La multitud los aclamó y obligó a Edith a que interpretara la canción que la había llevado a la cúspide: ‘La vie en rose’.

Marcel perdió el título en Detroit –junio de 1949- al ser vencido por Jack LaMotta (personificado por Robert De Niro en Toro Salvaje), en una fragorosa pelea que terminó con la lesión del hombro derecho de Cerdán, y su derrota.

La revancha sería en noviembre y la esperaba medio planeta. Mientras tanto, ella y él vivían momentos de intensas emociones, horas inolvidables. Cuando en septiembre de ese año, que luego devendría trágico, la ‘petite magistral’ llegó a Nueva York para actuar en el Worker, Marcel la acompañó. Arrendaron un departamento en la Quinta Avenida y quienes los vieron aseguraron que resplandecían de felicidad. El corazón de Edith latía con irresistible amor.

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Pero la tragedia estaba cerca, para mostrar que toda la existencia de la singular estrella seguiría pautada por la gloria y la soledad, por el triunfo y las lágrimas.

Edith cantaba en Nueva York y Marcel regresaba a entrenar en Francia, para recuperar el título en la pelea de vuelta con LaMotta.
Un llamado telefónico de Marcel anunció un día su viaje a América para el combate y el reencuentro con Edith. Pero a ella le brincó el corazón. Instantáneamente le pidió que no, le imploró que no tomara el vuelo previsto porque había soñado que el avión en el que él hacía ese viaje se desplomaba a tierra.

¿Cómo podría ésta no ser la más perfecta historia de amor?
Marcel Cerdán cambió su vuelo y se subió con sus maletas y con sus sueños al avión Constellation que, al caer en las Azores, puso este final a la historia.

Moría Cerdán, y de hecho morían los dos, cada uno a su manera. De mil modos el vapuleado espíritu de Edith se tiñó de negro indeleble como la ropa negra que siempre vistió su pequeño cuerpo para cantar. “Soy la viuda de Marcel Cerdán”, asumió.

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Cuando le dieron la noticia en la blanca suite del hotel neoyorquino donde estaba, golpeó las paredes con los inútiles puños cerrados, estrelló su cabeza contra los muros, gritó mil veces su nombre en vano y maldijo otra vez al amor que volvía a dolerle en las entrañas. “Yo sabía… a mí no puede durarme la felicidad”, repitió desgarrada por una pena insoportable. Lo único más fuerte que el dolor era el recuerdo de la vida que él le había enseñado a vivir.

“El amor se paga siempre con lágrimas amargas”, reflexionaría más tarde.

¡Cómo! ¿Cómo? ¡¿Cómo?! ¿Cómo conjurar ahora la soledad que volvía a apoderarse de ella? La soledad, su fiel compañera. Al fin y al cabo el único fantasma que jamás la abandonó.

Tres días se encerró y compuso su inmortal ‘Himno al Amor’ en homenaje a la memoria de Marcel.

Dicen que cuando apareció en público y dedicó su actuación a Cerdán cantó mejor que nunca.

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La trágica vida de Edith Piaf fue volcada desmañadamente en el cine por Guy Casaril hace más de tres décadas. En el teatro tuvo gran éxito la obra ‘La Piaf’, de la francesa Pamela Gems, que conmovió a los públicos de Nueva York, París, Londres y Buenos Aires por varios años. Algo después Claude Lelouch contó la historia en el filme ‘Edith et Marcel’.

El director de ‘Un hombre y una mujer’ y ‘Los unos y los otros’ dijo, al filmarla, que “ésta es la más bella historia de amor de todos los tiempos y es mi última historia de amor para el cine.”

El funeral de Edith Piaf, el 14 de octubre de 1963, tuvo la pompa y la circunstancia de un asunto de Estado. Tenía 48 años. Había vivido los últimos años de su vida con Theo Sarapo, que a su lado era casi un niño. La multitud lloró sin embozos por el pequeño gorrión perdido. “Descansa en paz mi pequeña valiente Piaf”, decía la corona de Maurice Chevallier. “Este funeral enorme es el mayor triunfo de su vida en su muerte –comentó transfigurado Hugues Vassal, el fotógrafo preferido de la cantante-. Es una lástima que ella no esté presente para verlo.”

Durante los últimos 12 años de su vida estalló el lacerante sentimiento de culpa y soledad que precipitó su autodestrucción. En ese período sufrió cuatro accidentes automovilísticos, una tentativa de suicidio, cuatro curas de desintoxicación, una cura de sueño, tres comas hepáticos, una crisis de locura, dos crisis de ‘delirium tremens’, siete operaciones, dos bronconeumonías y un edema pulmonar, además de la muerte de su hija de tres años.

El desmoronamiento de su ser humano es inevitable cuando la realidad tiende estas trampas. Mucho más cuando alimenta día a día el estigma que para una sociedad injusta significaba el origen miserable de la artista, inocultablemente prostibulario. Esa sociedad que se negó a reconocer su desesperada búsqueda de afecto produjo la desvalorización que culminó en una compulsiva escalada de alcohol, drogas y desbordada promiscuidad.

Dicen que el día primero de cada mes escribía en su diario: “Hoy empieza una nueva vida”. Quizá su único descanso fue la tumba. Su historia con Marcel Cerdán pasó por sus vidas con la intensidad que sellaron sus destinos. La ambulancia que hace 53 años la recogió agonizante, en su último día, recorrió las calles de París abriéndose paso a toques de sirena. Esta vez ganó la muerte y el vehículo no llegó a tiempo para salvarla. Tenía que ser así y poco importaba ya.

A algún sitio iba Edith a reunirse con Marcel, con todos sus amores, con todos sus dolores.

9 de octubre de 2016

Buen regreso del Gallo Estrada

El Gallo Estrada tuvo miedo. Tuvo miedo de pegar con toda su fuerza en la segunda mitad de la pelea de anoche, porque la mano derecha empezó a molestarle. Es la mano convaleciente, hace poco operada, la que lo obligó a una inactividad dolorosa.

Después del séptimo round recogió la diestra y sobrellevó con la izquierda un combate en cuya primera mitad había realizado una producción casi perfecta.

En su Puerto Peñasco natal le ganó por decisión a Raymond Tabugón, en una pelea con más asuntos por informarnos de lo que creían algunos observadores distraídos convencidos de que el filipino no terminaría el segundo round.

Volver de la inactividad, pregúntele usted a los boxeadores, es una pesadilla a veces profunda. Y es peor para los muchachos de técnica boxística refinada, como Estrada.

La dignidad y la resistencia que puso Tabugón al servicio de la pelea fueron una suerte y una desgracia. Desgracia porque el plan del Gallo, que era noquear en la segunda parte, no pudo cumplirse.

Desde el principio Gallo Estrada probó al enemigo, tiró bombas, pegó duro a lo blando y supo con certeza que el oriental no era un turista en Puerto Peñasco.

Yo sabía, porque me había dicho Alejandro Brito, el genial matchmaker de la empresa Zanfer, que en la elección del rival del Gallo, se descartó Edrin Dapudong (también filipino, aquel que peleó con el Tyson Márquez) que era la primera opción, porque calcularon que iba a resistir de pie; y se confirmó a Tabugón que en teoría podía caer en 7 u 8 rounds. Juan Francisco estuvo de acuerdo en esta decisión, lo que confirma su intención de pelear, caminar el ring, quitarse el óxido de su cuerpo en receso y terminar noqueando para su gente y para hacer que la fiesta fuera redonda.

Pero la mano… nunca se sabe cómo se comportarán los huesos, los músculos, las articulaciones, la carne, ante la demanda extrema del cuadrilátero.

El Gallo Estrada ejecutó desde el minuto uno lo que sabe hacer, su boxeo de academia, su bordar la excelencia, y fue grato verlo en plenitud, al mando, palingenesia eterna de los elegidos. El brazo izquierdo como timón, la distancia siempre precisa, la derecha amenazante que lanzada por sorpresa suele ser invisible para el adversario. Esa derecha es una serpiente cobra en acción, un 'élan' para su dueño, una fuerza incontenible que la naturaleza, o Dios, pusieron donde está para ser usada como un arma letal.

Eso es la ofensiva. El sistema de defensa de Estrada es igual o más eficiente todavía. Los golpes del rival, como ley general del boxeo, se bloquean, se esquivan o se acompañan. El Gallo sabe hacer todo esto bien. Con las manos, con las piernas y con la cintura.

¿Eso es todo? No, porque los grandes inventan cosas y pueden alterar las leyes de gravedad. Deseo señalar otras dos piezas del repertorio del Gallo que acalambran los sentidos. Cuando hace fallar la ofensiva del de enfrente esquivando con la cabeza, estira el cuello y se detiene ¼ de segundo mirando desde arriba, los ojos torcidos, con lo que ve desde un ángulo imposible el siguiente movimiento que prepara el rival, y se pone a salvo.

Magistral. Como el salto con las dos piernas en un solo movimiento para salir de una esquina cuando está encerrado. No se lo vi nunca a nadie, y el Gallo lo ejecuta para invertir su posición y quedar frente al contrario, en posición de ataque.

¿Qué le falta? Ayer le faltó velocidad, para mi gusto, y perder el miedo a pegar con la mano operada, cosa que no tengo mayor idea sobre cómo se ha de conseguir. Un peleador de fábula, como el Gallo, sin puños que respondan, es un piloto de Fórmula 1 ciego.

El nocaut en el boxeo generalmente se busca. Como lo buscó Chávez contra Meldrick Taylor, como lo buscó Juan Manuel Márquez contra Manny Pacquiao en la cuarta pelea. Al revés de lo que dice la ignorancia popular sobre que llega solo. Quimeras verbales, manotazos en la oscuridad de los opinólogos cuando opinan pero no saben. La gente oye cosas que suenan suaves al oído y las repite, sin desmenuzarlas. El nocaut era un objetivo claro del Gallo y de Alfredo Caballero, pero tuvieron que descartarlo cuando el miedo del peleador era ya un trauma por la mano dolorida y sus posibles consecuencias.

Fue una buena actuación de quien es quizá el mejor boxeador mexicano de este momento, que a sus 26 años debe alcanzar pronto su plenitud. Está probado, quédese usted tranquilo, querido lector, en las dos hazañas de Macao cuando derrotó a Milán Melindo y a Brian Viloria. “Toro en mi rodeo y torazo en rodeo ajeno”, como bien dice el Martín Fierro de José Hernández.

Los inconvenientes de la segunda parte no se pueden soslayar, porque en una pelea grande serían catastróficos. El Chocolate González, el más caro objetivo del Gallo, es, sí, de otro nivel.

Hay que trabajar, Gallo, siempre y en todo. ¿Es que acaso los deportistas grandes pueden dejar de hacerlo algún día de su vida? Los hombres pequeños sólo tienen ganas, los grandes tienen voluntad.

La pelea fue en peso gallo (116 y 116.5 libras), pero sobre el ring Jimmy Lennon la anunció en supermosca, porque en el torbellino del caos, en el valemadrismo de las comisiones de boxeo, no interesan estos detalles tan importantes. ¡Importantes!, dije, sí. De cada boxeador antes de que empiece una pelea debemos saber su procedencia, récord, edad y peso (del día anterior en el pesaje oficial). Eso, que no se cuida, deben cuidar las comisiones de boxeo, en lugar de anunciar puntajes parciales en medio de las peleas, o en lugar de permitir que sus jueces incompetentes (cuando lo son) sean anestesiados con tapones en los oídos para transportarlos a una atmósfera diferente, donde perciben cualquier cosa excepto lo que percibimos los demás observadores.

La cicuta impuesta a Sócrates y la hoguera encendida a Giordano Bruno fueron poca cosa comparadas con la intromisión indigna a las comisiones de boxeo con reglas que esas comisiones no tienen, por parte de los de mentes obtusas que impunemente han convertido en cenizas la estructura del deporte del boxeo.