19 de marzo de 2017

Chocolatito y Golovkin

Sorpresas en la noche del Madison. Dos fracasos de naturalezas diferentes.

Chocolatito González con un gran despliegue de entrega y valor nadó contra la corriente porque cayó (segunda caída en su carrera) y estuvo cortado desde el principio de la pelea con el tailandés Sor Rungvisai. Acarició la victoria, pero recibió demasiados golpes, como nunca.

En Nicaragua todos lo vieron ganar, como en Tailandia todos vieron ganar a Rungvisai. El Bangkok Post a gran tamaño titula “Nace un campeón” y asegura que el suyo cortó a Román con golpes sin intención.

Yo anoté empate en 113 y estoy obligado a decir que un round para allá o para acá es tolerable en esta pelea. Los jueces se la dieron al de Tailandia e instalaron el desorden en la fría noche de Manhattan, porque González perdía lo invicto, una figura esencial del boxeo de estos días dejaba de ser para muchos el mejor libra por libra, y había un nuevo campeón rompedor de los pronósticos.

Al mejor libra por libra le ganó alguien que no estaba en la élite… ¿Y ahora qué hacemos?

Algunos comentarios que hablan de un gran robo a González parece que sólo lo vieron a él sobre el ring, y desdeñan el acertado trabajo del oriental. Peleó a golpe por golpe, ejercitó la mayor virtud de un combatiente en una pelea a leña y leña que es responder siempre -y cuando se podía con un golpe más que los golpes recibidos- y en muchos pasajes si no fue más luchón sí fue más inteligente. Pegó y pegó a un Chocolatito que cayó en la trampa de aceptar los intercambios francos perdiendo el control de la geografía del ring.

Se podrá decir que en el round por round González ganó, pero yo, que no lo vi perder, no sabría cómo defender una pretendida victoria del púgil del barrio La Esperanza de Managua, porque si se trata de no ser injustos castigándolo, tampoco debemos serlo con Rungvisai por la traición baladí de la voluntad cuando creemos que un latino es más cercano a nuestros afectos que un asiático.

Tengo muchos amigos nicaragüenses y pocos amigos tailandeses, por lo que me permito decir aquí que me entristece este paso atrás, tan severo, tan inoportuno, para el boxeo de esta parte del mundo. Ya lo vimos en la pelea contra Carlos Cuadras, y ahora en ésta en la que González pierde el campeonato. Hay que aceptar que el imbatible que parecía ser no existe, y que en el mundo hay otros que están a su nivel. A los 29 años el gran Chocolate de Managua, que no deja de ser grande a pesar de este desaguisado, debe superar la frustración y diseñar el futuro que aún puede vislumbrar luminoso y feliz.

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Si la noche fue mala para Román González, para Gennady Golovkin fue una pesadilla. GGG, la otra estrella del cielo del boxeo que debía brillar y no brilló.

Como el boxeador es el más solo de los deportistas, el único ser humano al que mientras trabaja le pegan, cuando sobreviene una catástrofe como la que vimos, es difícil precisar de inmediato si se trató de una mala noche, del paso del tiempo que comienza a vulnerar a alguien que ya tiene 34, o si hubo algún malestar no revelado que la explique.

Los méritos de Daniel Jacobs no fueron pocos, empezando por que hizo una pelea estratégicamente irreprochable reproduciendo en la mayoría de los rounds lo que sabíamos que necesitaba pero dudábamos que pudiera ejecutar: crear un espacio vasto entre los dos y mantener allá, a distancia, a un GGG que suele embestir como un tren y que cuando caza en las cuerdas es implacable. Jacobs caminó además, mucho y a los costados, con lo que sus piernas ayudaron a blindar la defensa que Golovkin apenas rompió, de vez en cuando, poco, nada.

No se hicieron mucho daño, Jacobs ni siquiera sufrió en la caída, que fue una anécdota en el combate, pero de los dos, el de mejores golpes, el que dominó el ring, el que se equivocó menos, el que lo hizo bien (aunque sea bien a secas) contra el que lo hizo preocupantemente mal, fue el local.

Golovkin no fue Golovkin. Acordémonos que antes de la pelea el mundo se preguntaba si cuándo, si ahora, si ya, podíamos ubicarlo entre los grandes de la historia de peso medio, y ahora su reputación está en entredicho.

Lo de Gennady Golovkin, esta actuación sin argumentos y sin destino, este permanecer sin rumbo en una pelea sin gracia y sin viveza, con el talento dormido o muerto, incapaz de cambiar nada en la adversidad, la mirada perdida de un desahuciado, no fue malo, fue algo peor, un cataclismo. Nunca algo similar le pasó a verdaderos grandes del ring. Todos pierden un día, y tienen un mal rato otro día, pero lo único que no se le perdona a un boxeador es la avaricia de no entregar nada, de quedarse satisfecho con no hacer nada.

Muy mal le va al ganador cuando la victoria es inmerecida, y a mí me parece que esta pelea la ganó Daniel Jacobs por un margen que no debe dejar dudas.

El conteo de golpes, que rápido exhibieron desde la trinchera de GGG después del combate –y esto que digo cuenta también para la otra pelea, Rungvisai – González – suele ser un buen indicador, que ayuda, que aporta datos, pero no es todo para evaluar. Un golpe que te noquea vale más que cien a los que sobrevives, de modo que no todo puede ser empaquetado con la etiqueta “golpes de poder”. ¿200 golpes de poder? ¿Y…? ¿Valen todos igual?

Pierde el boxeo, quizá de forma temporal, el liderazgo que ejercían estos dos en el firmamento de los indiscutidos. Y esto hace daño.

Golovkin estuvo perdido en serio. Extraviado en una pelea que le regalaron los jueces de siempre, los que votan por el que era favorito antes de la pelea, los jueces que no ven, ni sienten, ni sirven. El cáncer que el boxeo no logra erradicar.

8 de marzo de 2017

Tiempo de mujeres

La mítica actriz Jeane Moreau ingresó los primeros días del año 2001 a la Academia de Bellas Artes de Francia como miembro de pleno derecho, y fue la primera mujer en conseguirlo después de que los miembros de la augusta institución habían rechazado invariablemente a las mujeres en perjuicio discriminatorio que no respetó ni siquiera a Madame Curie.

Sirva este ejemplo, entre millones de ejemplos posibles, para hacer referencia hoy al Día de la Mujer.

Moreau ingresó aquel día libre, retadora, contestataria, con la actitud que siempre la caracterizó. Altiva dijo al recibir el nombramiento: “No pienso llevar la espada de académica, prefiero un broche de Van Cleef.”

El suceso fue la primera victoria de la revolución femenina del siglo XXI, y causó conmoción en Europa y en medio mundo.

El logro de la desenfadada e inolvidable protagonista de ‘Jules et Jim’ es sólo comparable al ingreso de Marguerite Yourcenar a la Academia Francesa de Letras en 1980.

Los últimos cien años fueron y no fueron, al mismo tiempo, tiempo de la mujer. Sí porque atestiguaron un despertar del ostracismo que ya no se detendrá, que se hará grandioso hogaño y en adelante. No, porque fue una centuria de dolor y calvario, de un rezago estúpido y protervo en contra de las féminas, lapidadas por el sometimiento. Por cada mujer destacada hubo mil hombres, diez mil.

Mis mujeres del siglo XX y hasta hoy fueron (sin orden de importancia): Sofía Loren, María Callas, Ana Pavlova, Jane Adams, Jane Fonda, Sarah Bernhardt, Edith Piaf, Marie Curie, Irene Curie, Simone de Beauvoir, Oriana Fallaci, Alfonsina Storni, Golda Meir, la Madre Teresa, Indira Gandhi, La Pasionaria (Dolores Ibárruri), Nahui Olín (Carmen Mondragón), Eva Perón, Ana Frank, Brigitte Bardot, Chavela Vargas, Benazir Bhutto, Simone Weil, Alicia Moreau, Susana Rinaldi, Virginia Woolf, Anna Magnani, Greta Garbo.

También Elaine Page, Libertad Lamarque, María Elena Walsh, Gertrude Stein, Tina Modotti, Gaby Brimmer, Delmina Agustini, Jessy Norman, Karen Armstrong, Rosario Castellanos, Johanna Simon, Ella Fitzgerald, Martina Navratilova, Nadia Comaneci, Lina Wertmüller, Romy Schneider, Josephine Baker, Frances Farmer, Joan Baez, Leonora Carrington, Madonna, Juana de Ibarbourou, Chabuca Granda, Jane Champion, Yelena Isinbayeva, Coco Chanel, Ute Lemper, Marlene Dietrich, Inge de Brujin, Billie Jean King, Agatha Christie, María Zambrano, Ikram Antaki.

La lista es arbitraria. Faltan mil mujeres notables. Marilyn Monroe, Frida Khalo, María Izquierdo, Katy Jurado, María del Pilar Roldán, Elvia Carrillo Puerto, Matilde Montoya, Consuelito Velázquez, Amparo Montes, Rita Levi-Montalcini…

Jeane Moreau cumplió 73 años el 23 de enero de ese año 2001, apenas 13 días después del ingreso a la Academia. Ni su magnetismo de tiempos idos, ni sus mejores días permanecían con ella, lo que no fue obstáculo para que en la ceremonia de investidura dijera: “La idea de que la vida sea como una montaña que se sube hasta los 40 años para luego empezar el descenso se me antoja una estupidez. La vida es la escalera de los ángeles, la del sueño de Jacob. ¡Hay que subir, subir siempre, hasta el último de los días… Por mi parte, no me arrepiento de nada!”

No fue un paradigma de belleza física, aunque sí de femineidad incomparable, y sólo la llegada de Brigitte Bardot pudo desplazarla como la diva de Francia.

Pierre Cardin la presentó a sus nuevos colegas académicos aquel 10 de enero, y lo hizo de una manera que sólo ella, Jean Moreau, podía aceptar y consentir. Cardin, que adaptó especialmente para la actriz el traje verde bordado tradicional de los académicos, la recordó “en Venecia, en el hotel Danieli, en esa gran habitación en la que vivieron George Sand y Musset, y en la que nosotros hacíamos el amor, entrelazados nuestros cuerpos, calientes la sangre y la cama. No creo que haya razón más hermosa para explicarse la vida”, enfatizó el modisto.

Durante su intervención en la Academia ella prefirió recordar los alejandrinos de la ‘Ifigenia’ de Jean Racine, y los recitó. “Gracias a esa escena fui admitida en el conservatorio, en 1947, y gracias a ella hoy estoy aquí.” La actriz hizo un elogio de su madre inglesa y de su padre arruinado, de su abuelo navegante y de su abuela amiga, y se remitió a esos otros desconocidos que le permitieron ser ella. “Mi profesor de dicción, Monsieur Laurencin, y mi profesor de interpretación, Monsieur Denis d’Ines, decano de la Comédie Francaise.”

Y habló de los actores de los que aprendió y admiraba –Jean Levret, Jean Meyer, Robert Hirsch-, y con énfasis confesó que quedó deslumbrada, en 1944, cuando asistió, a escondidas, a un ensayo de Antígona de Anauilh. “Ese día –dijo, enorme declaración de principios- supe que quería estar ahí, bajo los proyectores, ser la intransigente, la rebelde que se enfrenta a los dioses, que habla por aquellos que no se atreven o que no pueden hacerlo. Esa iba a ser yo.”

Decía que la política nunca le interesó, y que la horrorizaba, pero ni ella se lo creía. En 1944, cuando la liberación de Francia, “viví una alegría loca pero no comparable con la emoción que sentí al ver a Marie Bell interpretando ‘Fedra’ en la Comédie Francaise.” Tuvo actitudes cívicas tan comprometidas como firmar la carta confesando que había abortado, delito que podía llevarla a la cárcel. “Soy una no militante militante”, aseguraba.

Jean Moreau es la ‘Eva’ de Losey, o la protagonista de ‘Los amantes’, una mujer-actriz cuyo entusiasmado orgasmo escandalizó a los espectadores del festival de Venecia, sin que le importara un rábano. “Yo estaba entonces muy enamorada de Louis Malle y él un poco menos de mí. Me escribía con Ingmar Bergman, que me parecía que era el único hombre que podía comprenderme, y él me respondía larguísimas cartas en sueco. Adónde caramba iba yo a encontrar un traductor en sueco al que pudiera confiar mi intimidad…”

Orson Wells descubrió para ‘El proceso’ y para ‘Una historia inmortal’ su voz ronca y sensual, de señora que sabía beber y fumar como un hombre, sin dejar de ser mujer.

Sigue viva Jean Moreau, y dicen que a sus 89 años a veces fuma todavía. Como nunca le ha temido a nada no le teme ni siquiera a la amenaza de reaparecer del cáncer que estuvo a punto de costarle la vida un tiempo atrás. Continúa negándose a que la llamen madame Moreau: “¿Acaso estoy casada con mi padre?”

Hizo cine hasta 2012.

Bajo la cúpula de la Academia la recibieron los tambores de la Guardia Republicana. Pero ha pasado mucho tiempo. Sigue subiendo, por la escalera de los ángeles que es la vida, mientras pueda.

“Se siembra durante años –declaró-, años que se van como inviernos. Llegas a creer que no existe la primavera y de pronto, de golpe, aparece el sol.”

Es de un tiempo de mujeres.

Soy feminista.

1 de marzo de 2017

El boxeo

El boxeo es la más descarnada representación del drama de la vida. Es el hombre y su lucha, desde que nace hasta que muere. Suele no haber atajos para evadir el dolor del vivir. No es el deporte de la ternura, ya se sabe, pero lejos del ring también hay más golpes que caricias.

Confrontar, caer, levantarse, cambiar el rumbo de las cosas, ganar y perder, gozar el abyecto placer de la venganza, mentar madres, sobreponerse a la adversidad, conjurar el mal fario de un destino malhadado, matar o morir. Igual arriba del ring que abajo de él.

No se boxea para destruir al adversario, a pesar de la metáfora. Se boxea para vencer.

El pugilato ha sido vilipendiado con largueza por un ejército de intolerantes que condenan la violencia que su práctica conlleva. Son ciegos a la realidad del mundo, la utopía con la que sueñan no existe. No hay abogados ni arquitectos boxeadores, la del ring es tarea de los más desabrigados por la sociedad.

Cuatro quintas partes de la humanidad viven en condiciones deplorables. La Organización Mundial de la Salud reveló que en el mundo hay mil cuatrocientos millones de hambrientos sin esperanzas. Esto es el estadio Azteca de la Ciudad de México catorce mil veces lleno. Miles perecen de inanición cada hora. Dos mil millones de seres sobrenadan estar vivos con un dólar por día. Otros hombres, más afortunados, al mismo tiempo, impúdicamente, se empeñan en cerrar las pocas puertas que tienen abiertas los que no tienen nada. Negarles la sola oportunidad que encontraron para apostar una ficha en la ruleta de su existencia, es lisa y llanamente matarlos.

"Combata la pobreza, mate un mendigo", decía una pinta irónica en una universidad europea, exhibiendo las soluciones que algunos tienen para hacer del mundo un mundo mejor. Siempre ha habido señores de cuellos y puños almidonados, incapaces de sentir piedad, pero, eso sí, muy educados, acicalados con prurito aristocrático, que se horrorizan por la práctica del boxeo. ¿Cómo será el mundo aséptico y pudoroso que proponen? Tal vez un mundo de conmovedora armonía con gente pintando cuadros y leyendo libros, visitando museos y oyendo música siempre suave. ¡Nada de dolor! Me pregunto de qué escribirían los poetas, qué pintarían los pintores, en qué se inspirarían los músicos si en este mundo no hubiera prostitutas, borrachos, boxeadores.

El boxeo puede gustarle o no, a usted, lector. Pero nadie podrá menospreciar la calidad de artístico en lo que fue capaz de hacer --pongamos por ejemplo-- Sugar Ray Leonard sobre un ring. Boxeo aprendido en conservatorio, que se envuelve en papel de seda. Rudolph Nureyev hubiera aplaudido embelesado, viendo tal demostración de señorío, de dominio del cuerpo, un himno a la estética. Nadie le ha pedido a Julio César Chávez que cante como Beniamino Gigli, pero tampoco nadie hubiera esperado del portentoso tenor italiano que tirara un gancho con la perfección del peleador mexicano.

Algunos llaman arte a lo que ellos hacen y vulgaridades a lo que hacen los demás.

No hay exaltación del individualismo mayor que las del boxeador y del artista. Éste es un condenado a no compartir nada con nadie porque la creación sólo es posible en soledad; aquél se sublima en una forma de locura que lo hace creerse dueño del mundo.

"Cuando se es tan grande como yo, es imposible ser humilde", sentenció Muhammad Alí cuando estaba en el cenit de su gloria. "Todos queremos ir al cielo pero nadie quiere morir", dijo Joe Louis. "Mi causa soy yo", advirtió un día Joe Frazier; y el inefable Macho Camacho nos dejó conocer el más grande de sus anhelos: "¿Mi sueño? Es morir en mis propios brazos".

Cine, literatura, pintura, fotografía, teatro, música, se han enriquecido con este deporte. El arte nace casi nada del motivo inspirador y casi todo de lo que anida en el alma del artista. La sensibilidad de muchos que rozaron la monumental historia del boxeo, y la de sus hombres de calzón corto, ha producido emociones profundas.

Veamos el boxeo con un poco de indulgencia. Cuando un boxeador se abraza al rival, para no caer, es la vida lo que abraza, para no morir. Porque mayor que el temor de caer es el miedo a no levantarse. El boxeador sabe que si no se para a pelear el amor del mundo se esfuma.

El ring es el teatro y el boxeador es un actor muy escrupuloso, intérprete trágico, exégeta de la máscarada de existir.