27 de mayo de 2019

El cáncer de los malos fallos

Los dos jueces que dieron empatada la pelea entre Jackie Nava y la Tigresa Acuña no la vieron empate, solo la anotaron empate.

Verla empate era imposible y por eso no hay ningún otro observador en el planeta tierra que sostenga tan infausto desatino.

Marcela Acuña debió ser declarada ganadora.

El cáncer de los malos fallos es la más cruel enfermedad del boxeo y lo fue siempre, hace cien años pasaba lo mismo. Era 1887 cuando a Patsy Cardiff le robaron la victoria que merecía en su pelea vs John L Sullivan en Mineápolis.

Sin embargo las anotaciones equivocadas deberían ser ya una antigualla, archivada y olvidada, tomando en cuenta que hace medio siglo el boxeo está más o menos organizado en un mundo de comunicaciones inmediatas y baratas, que exhiben a los depredadores de las tarjetas.

Cuando oímos la palabra juez sabemos que se refiere a una persona que tiene autoridad y potestad para juzgar y sentenciar. Pensamos que su tarea tiene algo que ver con la justicia. Confiamos en que su trabajo se encargará de aquello que nos enseñaron nuestros maestros en la infancia: dar a cada uno lo que merece.

Pero en el boxeo pareciera que ser juez es otra cosa. Individuos que van con una tarjeta prevista, la que se ha de acomodar sobre la marcha para ajustar a los avatares de la pelea.

En el boxeo los boxeadores no tienen miedo, pero los jueces tienen terror. Los espanta la posibilidad de una controversia, el quedar mal y no ser nombrados en la próxima gran pelea. Votan por el famoso, por el favorito, por el local o por el del promotor. Y en el peor de los casos, la más grande estupidez, votan por su compatriota.

Sería de risa loca, si no fuera tan grave.

Me pregunto ¿por qué lo hacen? ¿Por qué?

¿Por qué?

¿Pensarán que un designio divino los puso ahí para salvar a la patria?

¿Los jueces de anoche creerán que ayudaron a Jackie Nava?

Los torpes ayudando solo consiguen joder.

¿De qué tamaño es la pequeñez de seres que tendrían que ser los más libres y sin ataduras de la arena para señalar a un ganador, y son los únicos esclavos de su estulticia y pusilanimidad.

Con una pizca de dignidad una persona designada para ser juez tendría que sentirse orgullosa del encargo recibido, porque durante 40 o 50 minutos va a ser dueña de la vida y del destino de los combatientes, comprometida en cada pensamiento a hacerlo bien, ser alguien donde el destino la puso esa noche, pero observamos azorados que eligen ser menos que nada, un estorbo, cochambre.

Hay buenos jueces, que hacen su trabajo silencioso siempre bien. Yo tengo una lista de 100 en mi escritorio. Pero los organismos internacionales prefieren trabajar con una lista mucho más numerosa porque hacen política con los nombramientos.

El boxeo está herido por los aventureros y por los advenedizos. No hay escuelas para jueces. Juez es cualquiera. Y así nos va. Para ser un juez competente primero hay que ser un ser humano íntegro, con formación, con principios, con códigos.

Recuerdo a don Arturo Hernández, el genial Cuyo Hernández que tenía una inteligencia muy por encima del promedio. Me decía: “Señor Lamazón -con su ritmo de hablar martillado-, el boxeo es tan sencillo que el que no lo aprende en dos meses no lo aprende nunca, pero eso sí, no es para pendejos.”

Los jueces veniales se miran en el espejo equivocado. Los enloquece el ‘to belong’. Necesitan pertenecer a algo, usar escudos y distintivos. Se saben poca cosa, por eso quieren ser de marca. Entonces votan para que no se enoje el señor fulano de tal, o el promotor zutano.

Los grandes jueces en la historia del boxeo, digamos el inglés Harry Gibbs, el californiano Chuck Hassett, el mexicano José Juan Guerra (y puedo nombrar otros cien) eran personas honorables, inconquistables, incorruptibles, que daban rutinariamente una anotación indiscutible y que jamás eran cuestionados por nadie. Eran respetados, eran señores.

¿Es tan difícil darse cuenta que ese es el espejo correcto?