29 de noviembre de 2013

Las corridas de toros

No me gustan las corridas de toros. Siempre sufre y muere el único ser vivo hermoso, inteligente y noble que hay en la plaza.

El toreo sobrevive como una de las prácticas más crueles que hayan creado los hombres para divertirse.

Correr toros para entretenerse, torturarlos, matarlos, sólo puede ser alimento de espíritus paupérrimos, devastados. Es más fácil explicar el porqué de una guerra que la presencia de público en las gradas de la plaza celebrando el dolor y el asesinato.

Es un crimen con todas las agravantes para quienes sostenemos que el animal no humano es sólo otra especie hija de la naturaleza, y que el animal humano ni es superior ni tiene derechos morales defendibles para arrancarle la vida sólo porque puede hacerlo. De hecho no puede hacerlo desde el comportamiento de un ser civilizado, porque el ser civilizado se conduce como se lo dictan su educación y deberes para con los demás y para con el universo que lo contiene, y no usa la potencialidad "poder" como sinónimo de aptitud para la barbarie. Puedo matar un niño. No lo hago por formación, no porque me amenacen con la cárcel.

Nada ha cambiado para esta humanidad bárbara que hace veinte siglos asistía al circo romano y hoy va a las corridas de toros. Cuando el hombre es silvestre se divierte con inmoralidades y las justifica: "la raza de lidia es criada para la muerte en la plaza", o "no sobreviviría la raza si no fuera por las corridas". ¡Pues que se extinga! ¡Qué carambas le importa al toro torturado asegurarse de tener hijos, nietos o compadres!

Nadie lo ha dicho mejor que la médica y bióloga española Nuria Querol: "Los antiespecistas consideramos que no es aceptable la discriminación arbitraria de otros animales por el mero hecho de pertenecer a una especie distinta a la nuestra ya que la relevancia moral no viene determinada por la inteligencia, sexo, raza, religión, edad, la habilidad para hacer macramé o cocinar magdalenas sino por la capacidad para experimentar placer y dolor."

Los toreros gozan de la impunidad que les da la descomposición de sociedades en permanente agonía, conducidas por ígnaros o sicópatas, y no me digan que exagero, o múestrenme en la geografía del poder dónde hay un estadista, que no encuentro ninguno.

Las reuniones taurinas son alegría para unos pocos insensibles al dolor animal y son angustiado sufrimiento para muchos seres piadosos y pensantes que quedan en el mundo. Lástima que los más, los mejores, los incruentos, deban asistir impotentes al cataclismo de vesania, de barbarie, de estulticia.

Cada quien se divierte como puede, en consonancia con su grado de formación y sus estados de conciencia. El Mochaorejas nunca estuvo en Bellas Artes. Imagínese lo que separa a alguien que goza con María Callas cantando Fidelio de otro que se regodea con la masacre de un ser sintiente en la plaza umbría.

En España, en México, en Francia, en Perú, al crimen algunos le llaman tradición, a pesar de estar documentado que el 80, 85 % de la población de los propios países taurinos rechaza la torpe fiesta. Las autoridades son siempre sordas y mudas. ¿Qué otra cosa que el negocio infame que hay detrás podría explicarlo?

Hace poco tiempo la ciudad de Granollers, cercana a Barcelona, se declaró "amiga de los animales" y prohibió las corridas de toros, tras lo cual el alcalde del lugar, Josep Mayoral, recibió un alud de críticas por el anuncio. ¿De quiénes podían provenir tales críticas? ¿De seres humanos elevados, sensibles, educados, capaces de rechazar el dolor y la barbarie, de respetar todas las formas de vida y de condolerse con los seres más débiles? Seguramente no.

A los que defendemos a los animales nos llaman locos, porque a quién diablos le puede importar el sufrimiento de un toro. A mí al revés, me es incomprensible la microscópica pequeñez de las mentes de esos forajidos que persiguen a un animal indefenso, provocando en los observadores más que asombro por su ignorancia, miedo, por recordarnos de lo que son capaces.

Cientos de especies desaparecen cada día de la faz de la tierra, y a los que respetamos a los animales y a la naturaleza nos llaman locos. ¡Locos ellos!, ¡locos los crueles!, ¡locos los depredadores!. El derecho que les asiste es ninguno. Son enemigos de la convivencia. La tolerancia que reclaman es la que podría desear un violador para someter a sus víctimas sin ser perseguido. Son fatuos, desalmados, sanguinarios.

Y los que llevan a sus hijos de siete, de ocho años, a ver desangrarse un toro hasta morir, rodeado de la burlona carcajada cínica de la masa acéfala... ¿tendrán cara para esperar mañana que sean hombres morigerados, de buenos sentimientos, buenos hijos, solidarios, comedidos?

La mucha o poca esperanza de redención para el mundo reside en los buenos hombres, los de corazones cultivados y magnánimos. Los que cambian siempre la muerte por la vida, la destrucción por la creación, los que participan de la humanidad sin servirse de ella.

Es necesario no sentir el dolor ajeno como ajeno. Hay que sentir el dolor ajeno como propio, como fórmula para vivir en un mundo mejor. ¿Es tan difícil de entender? Eticamente son aceptables todas las actividades humanas que no dañan a un tercero, aunque sea un animal.

No hay palabra más triste que la palabra torero.