1 de junio de 2012

Los boxeadores y las drogas (1/2)

Doscientos atletas chinos que irán a Londres a participar en los Juegos Olímpicos dejaron de comer carne a principios de marzo para conjurar la posibilidad de sorpresas en los controles, mientras un ejército de ciento cincuenta científicos se prepara en la capital británica para trabajar día y noche en la mayor batalla de la historia contra las drogas en el deporte.

La lucha entre los que buscan estímulos para maximizar el rendimiento en los escenarios de competencia y quienes intentan impedir su uso conservando al atleta en estado puro es vieja, pero otra vez está de moda.

El boxeo profesional es otro mundo, pero el tema de discusión es el mismo, excepto que los boxeadores algunas veces se drogan para competir y otras veces lo hacen para divertirse. La actuación de la VADA (Voluntary Anti-doping Association) ha venido a crear zozobra en unos cuantos hombres del ring que consumen algo más que lo permitido, cada cual por diferentes motivos.

El 20 de octubre de 2000 Mike Tyson le ganó por nocaut técnico en tres rounds a Andrew Golota en Michigan, sin embargo la comisión de boxeo local no tardó en cambiar el resultado oficial de la pelea declarando un ‘no contest’ (sin decisión) porque el vencedor dio positivo de mariguana.

Mucho más recientemente Shane Mosley, Lamont Peterson, Julio César Chávez Junior y André Berto, entre varios más, fracasaron cuando sus muestras de laboratorio revelaron el uso de sustancias prohibidas.

En diciembre de 2008 nadie entendió nada cuando Oscar de la Hoya fue un espectro frente a Manny Pacquiao, que a pesar de ser más chico en su peso natural, lo cacheteó como a un niño en la pelea con la que aquél se retiró humillado del boxeo. Pero todos entendieron todo cuando meses después Oscar reveló que ingresaba a un tratamiento de desintoxicación y con mucha vergüenza confesó ser una víctima más.

Hace unos cuantos años una pequeña noticia en los diarios daba a conocer que Hilario Zapata, ex campeón mundial de minimoscas y moscas, había sido hallado durmiendo sobre retazos de cartón en un mercado de abastos en Panamá, donde durante el día cargaba costales para sobrevivir ganando propinas. Hacía dos años que había dejado el boxeo (o el boxeo lo había dejado a él, porque en su pelea de despedida terminó perdiendo por nocaut en el primer round), y en los meses siguientes había perdido casa y familia.

Hilario Zapata llegó a lo más alto que se puede llegar, y entre 1977 y 1993 disputó cincuenta y cuatro peleas como boxeador profesional, de las cuales 22 –nada menos—fueron por campeonatos mundiales. Ganó una fortuna para su tiempo, soy testigo de que este mundo le quedaba chico. Lo visité en 1981. Era campeón del Consejo Mundial de Boxeo con siete defensas exitosas. Jamás olvidaré la impresión que me causó su flamante casa donde tenía una recámara acondicionada como una discoteca altamente sofisticada. Cama redonda de colchón de agua con sistema hidráulico que la hacía subir y bajar, tablero de control electrónico para efectos psicodélicos y luces de mil colores, humo, espejos, aromas en el aire, televisores y videocaseteras. La música alcanzaba niveles récords de decibeles, algo capaz de matar a un elefante.

Me consta el honrado esfuerzo que hizo su manejador, Luis Spada, por indicarle el camino conveniente. Más tarde, esclavo ya de la droga el ex campeón, otra vez Spada hizo lo posible y lo imposible por rescatarlo del infierno. Todos los bienes a Zapata se los había dado el boxeo, todos los males, la ignorancia.

Aunque el boxeo ha sido tradicionalmente el más limpio de los deportes cuando de hablar de drogas se trata, sus protagonistas no han escapado al irresistible embeleso de las sustancias, especialmente de la cocaína que desde hace décadas hace presencia una y otra vez en los peores momentos de los reyes del ring.

Un cuidadoso repaso de la relación de boxeadores y otros deportistas con estimulantes permite ver, igualmente, que otros psicotrópicos, como mariguana e inhalantes han encontrado buenos clientes a través de los años. Imposible olvidar que fue el campeón de peso pesado Tim Witherspoon, el que cuando la Comisión de Nevada le informó que su examen antidoping había dado positivo de mariguana exclamó: “Es natural, me fumé un puro de la mejor hierba hace pocos días”.

Un rastreo riguroso en el tiempo sería cosa de nunca acabar, pues la drogadicción ha sido asunto de los hombres desde la antigüedad, y hace mucho que no es tópico sólo de las páginas policiales, sino que se proyecta a los ámbitos deportivo, político y artístico.

Nada es nuevo ni hay tanto de qué asombrarse. Veremos que el hombre se las ingenió siempre para depositar su dignidad en la pátera de los estímulos seductores de la droga. En tiempos remotos quedaron testimonios del uso medicinal de un líquido lechoso extraído de las cápsulas verdes del “papaver somniferum” o amapola, antes de que se secasen las semillas aromáticas con que se espolvoreaban algunos manjares.

Se dice que el nepente que Helena de Troya sirvió en la Odisea contra la desazón de los huéspedes de su esposo Menelao, no era sino opio disuelto en vino. No en vano la reina infiel había estado en Egipto, donde se cultivaban esos misteriosos sedantes.

Modernamente el narcótico siguió ejerciendo su acción aplacadora del dolor y, aunque no faltaron voces de alerta, el láudano (opio con azafrán y vino blanco) fue durante mucho tiempo una medicina tan generalizada como hoy la aspirina, y su venta y consumo no revestían esa aura de exotismo, culpa y clandestinidad que adquirió luego.

La historia de la drogadicción en la actualidad, es la historia del abuso que ha hecho el ser humano de los maravillosos recursos que aprendió a robarle a la naturaleza, para curar con las propiedades de las plantas. Y del ominoso negocio en que derivó.

Hasta la publicación de las “Confesiones de un opiómano”, de Thomas de Quincey, no se consideró la adicción a la droga, sus etapas y riesgos, como un hecho psicofísico digno de estudio. Y no porque faltasen tratados médicos o revelaciones de usuarios, pero unos y otros se atenían a casos particulares, sin abordar una sintomatología abarcadora de sus efectos. El libro de De Quincey indujo a más de uno a probar el opio, pero también impulsó la investigación científica sobre este sutil universo.

En la medicina actual se utilizan preferentemente los alcaloides del opio: morfina, codeína, eucodal y otros. La morfina, descubierta en 1806, bautizada así porque recuerda al dios Morfeo, del sueño, comenzó a emplearse en inyección hipodérmica en la segunda mitad del siglo XIX, y con ocasión de la guerra franco-prusiana su utilización como analgésico provocó tal número de toxicomanías, que fue considerada como una de las plagas del siglo. La morfina, con sus derivados sintéticos, heroína y dolantina, continúa siendo la base del problema social de las toxicomanías graves en muchos países.

Sin embargo, es la cocaína la droga del mundo moderno que ha contaminado sin piedad al deporte de estos días. El cocainismo en forma de masticación de las hojas de la planta, se conoce desde hace siglos en América del Sur y tiene allí una cierta difusión tradicional en determinadas zonas entre la población indígena (en Bolivia, Argentina y Perú). En Europa el uso de la cocaína tuvo una gran difusión en los años de la Primera Guerra Mundial, y en América su producción es un boom desde hace cincuenta años. Con un gran recipiente consumidor que son los Estados Unidos.

Después de los Juegos Olímpicos de Seúl, en 1988, la preocupación de las autoridades deportivas aumentó ante la realidad de que las drogas habían llegado al deporte para instalarse en forma definitiva. Daniel Vidart, un alto investigador de la UNESCO comentó por entonces: “Este deporte es el antijuego, o la negación del juego”.

Hay una enloquecida carrera entre las formas de doparse y los métodos de detección cada vez más capaces de encontrar lo que era imposible hallar. Estamos ya frente a una realidad de doping funcional y sistemático. Todos los representantes de los países estrellas están sobredimensionados, convertidos en monstruos cronometrados, medidos, pesados, procesados, superentrenados, drogados. No es un doping coyuntural, sino de largo alcance y programado.

Esto significa, además, una profesionalización total o, empleando un lenguaje contemporáneo, la robotización. ¿El amateurismo? Era la esencia del deporte, en otra época.

Es difícil decir hasta dónde se llegará en esta despersonalización. En el caso de los pesistas en juegos olímpicos recientes fueron hallados con doping positivo en masa. Algunos cuantos ni siquiera pudieron participar porque quedaron descalificados de antemano cuando fueron pescados con las manos en los anabólicos.

Ben Johnson, tan dopado en su momento como todos los demás competidores de los 100 metros, cuyos tratamientos los teratiza (los convierte en monstruos), recorría esa prueba en 46 zancadas, pero fue un cliente frecuente y transgresor de las pruebas de laboratorio. Lo mismo puede decirse de los actores de una competencia de natación, de las muñecas mecánicas rusas o rumanas de la gimnasia rítmica con aros, cintas, cuerdas o clavas. Son casi robots. La eficacia devora la espontaneidad, la perfección acaba con la alegría. En el boxeo profesional las víctimas son mucho más numerosas entre peleadores retirados, o a punto de hacerlo. En las peleas de campeonatos los exámenes antidrogas son obligatorios desde 1978, y esto ha actuado como un disuasivo importante. Además, ha hecho del boxeo quizá el menos contaminado de todos los deportes.

Pero siempre aparecen cosas nuevas, aptas para hacer trampas. El eminente médico mexicano Guillermo Mézquita, especialista en la materia, dice “es altamente probable que la mayoría de los boxeadores de élite utilicen hormona de crecimiento. Con sólo interrumpir su consumo pocas horas antes de la prueba antidoping, es indetectable, o casi, porque ya hallamos un camino para hacer contacto con sus rastros, pero por ahora se trata de un procedimiento muy costoso”.

Es un hechizo irresistible el que se apodera de muchos encumbrados y los hace caer en los brazos del peor de los enemigos tan pronto dicen adiós a los cuadriláteros. Fue el caso de León Spinks, Mike Dokes, Tony Tubbs o Ubaldo Sacco, entre muchos. Un largo registro de casos –al que no escapó Sugar Ray Leonard--, muestra mucho terreno recorrido desde que Barney Ross, campeón mundial ligero y welter en los años treinta, fue tratado de malaria con heroína, convirtiéndose en adicto.

Veremos mucho más de la relación entre boxeadores y drogadicción, como un apéndice de la vida de los hombres procurando estímulos, a veces por la aventura, otras veces para embriagar las penas de la vida, pero siempre realimentando males que son recidivantes. Como el tema es lo suficientemente largo, volveré con otro artículo continuación del presente.

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