Nunca se las menciona pero ahí están. Las madres de los boxeadores, como las de todos, ocupan un lugar sublime en las vidas de sus hijos, y no son pocas las veces que las vemos a un costado del ring, cerca de la acción atemorizante, que las hace sufrir y las estruja, pero apoyando con su presencia la causa de su propia sangre.
Ahora, cuando faltan horas para el 10 de mayo (día de la madre en México), es buen momento para recordar a algunas de ellas.
Cecilia De la Hoya, como su hijo Oscar, fue grande, aunque de un heroísmo desconocido, el que tuvo para ocultar casi hasta el final a su familia que un cáncer de pecho implacable la estaba carcomiendo. Tenía treinta y tantos años cuando la enfermedad hizo presa de su cuerpo menudo, la debilitó y la fue doblegando hasta dejarla ciega. Oscar me contó que ella usaba una bufanda, pero que no había otra señal que pareciera esconder nada. A pesar del artilugio para disimular la evidencia, nada evitaba que la enfermedad avanzara…
Cuando el final estuvo cerca y su proximidad fue evidente, cuando el dolor la quebraba y la quimioterapia no hacía más que revolver la agonía humillante, ella rogó a Joel, su esposo, que le jurara una promesa: “-Please take care of my babies…, no permitas que jamás les pase nada malo”.
Oscar peleaba como amateur en aquellos años. Tenía 15 años, 16. Su papá pidió dinero prestado varias veces para pagar los gastos de tratamiento de Cecilia. Cuando la llama de su vida se apagó, ella tenía 39 años. Joel debió recurrir a un nuevo préstamo, de 5,000 dólares, que le hizo esta vez Shelly Finkel (el famoso manejador que tuvo a Tyson, a Holyfield, a Pacquiao), para pagar el sepelio.
Tan poco sabía Oscar cuán grave era el padecimiento de su mamá que un día explicó llorando: “-Nunca pensé, jamás, jamás pensé… aunque estaba en el hospital creí que se pondría bien… jamás pensé que moriría…”.
Desde entonces Oscar De la Hoya, en cada victoria, porque no conoció otra cosa, hasta que fue campeón olímpico, doblaba una pierna sobre el ring, rodilla en la lona, arrojando un beso al cielo y ensayando una plegaria, decía: “Es para ti”.
Los historiadores señalan a una llamada Ferenice, oriunda de Rodas, en la antigua Grecia, como la primera mujer que quiso ver a su hijo combatir en la dramática arena del boxeo, y quien se salvó azarosamente de ser arrojada al mar desde lo alto del Tipeo, que era la pena que se imponía a las mujeres sorprendidas durante los juegos.
Han pasado desde entonces 2,360 años, y el destino de las mujeres en el mundo, y el de las madres de los boxeadores, han cambiado.
En los años sesenta fue muy popular el nombre de Emelda Griffith, mamá de Emile Griffith, protagonista de todas las celebraciones que propiciaron los triunfos de su vástago, que fueron muchas, y hasta de escándalos, como cuando armada en guardia impidió el acceso a periodistas al camerino la noche que Emile perdió contra Benny Kid Paret en Nueva York. Al día siguiente John Condon, encargado de prensa del Madison Square Garden, ante las durísimas críticas de la prensa, se vio obligado a pedir públicas disculpas: “-Es increíble –dijo--, Emile es todo suavidad, un perfecto Gentleman, pero su madre es capaz de espantar al diablo… esa señora junto con hermanos, tíos y primos (23 en total) están armando bataholas a cada rato y echan a la basura todo lo bueno que él hace”.
Emelda, en horas más amenas, fue distinguida varias veces por la revista ‘The Ring’ como ‘la mamá del año’, y de ella se recuerda por siempre la foto que recorrió el mundo levantando a su hijo en brazos, cual si fuera un bebé, tras ganar el campeonato mundial a Nino Benvenuti en el Madison una noche del otoño de 1967.
En cuanto al premio de la madre del año, que reiteradamente le adjudicó ‘The Ring’, Emelda parecía merecerlo a perpetuidad hasta que en Sudáfrica una congénere hizo lo suficiente como para que el mundo del boxeo la olvidara por un rato: la dama, madre del peleador Leotis Vitjoen, arremetió contra el réferi que acababa de descalificar a su hijo, y sin más ni más lo derribó con un cruzado de derecha impecable, tanto que algunos espectadores aplaudieron.
Volviendo por un momento a la famosa doña Emelda, aseguraba el historiador uruguayo José Laurino, que en una mala noche del isleño (nacido en Islas Vírgenes), cuando daba vueltas apático sobre el ring, cuando no daba pie con bola, su madre comenzó a insultarlo a viva voz, gritándole “mal nacido, imbécil ” y otras cosas que no puedo escribir sin que clausuren Central Deportiva, lo que fue definitivo para que Emile diera vuelta las acciones y ganara la pelea. Al parecer Gil Clancy, que estaba en el rincón, también se excedió en el uso de adjetivos altamente ofensivos, porque la Comisión Atlética de Nueva York lo multó con 500 dólares. En lo que respecta a la madre del peleador, quizá temiendo sus represalias, la Comisión no dijo nada.
Los hermanos Michael y León Spinks, ex campeones olímpicos y mundiales, crecieron en la zona más pobre de Saint Louis, Misouri, y no conocieron a su padre, pero tenían una madre que valía por dos.
En el caso de los boxeadores negros, por algo fueron pilares para que las carreras de sus hijos en el ring hicieran tanto por la negritud como lo cuenta el libro “Song of Solomon” (traducido a treinta idiomas) de la escritora Toni Morrison, premio Nobel de literatura y bandera de su raza. O Alex Haley en Raíces, que de la misma manera disecciona con maestría la odisea del pueblo negro estadounidense.
Habría que pensar que el noventa y nueve por ciento de los boxeadores provienen de hogares rotos, para comprender qué cosa ha significado la madre detrás y al lado de ellos, como soporte y compañía.
La frágil madrecita que dio vida a ese portento del ring que fue Sugar Ray Leonard, no vivió lo suficiente para ver a su hijo convertido en un genio del arte de Fistiana, uno de los 6 o 7 mejores de la historia tal vez, ni siquiera para verlo campeón olímpico.
La mamá de Julio César Chávez, la querida doña Isabel, fue la más atenta a su carrera y a sus vaivenes emocionales, como sucede siempre. Cuidaba con celo cada cosa que se decía o se escribía de su hijo, y algunas veces hasta me mandó mensajes para que “cuidara a Julio” en mis crónicas, como si él lo hubiera necesitado cuando era el mejor boxeador del mundo
A lo largo de todos mis años en el boxeo, que ya son muchos, pude observar como una constante que cada vez que un boxeador gana su primer dinero importante, si le preguntan cuáles son sus planes para invertirlo, lo primero que dice es “voy a comprar una casa para mi madre”.
¿Hace falta decir más en el Día de la Madre?