Parece desencanto, pero es la verdad revelada. Un malestar impreciso, un sueño no cumplido.
El mundo quería que ganara Manny Pacquiao y Manny Pacquiao perdió. Solo, escaso, una sombra de lo que había sido en noches felices, gestor de un esfuerzo absurdo y sin destino, perdió. Floyd Mayweather se quedó con una victoria merecida, aunque renovó la indignación de la gente por su soberbia insoportable y su valemadrismo, por su tacañería, por su decisión inquebrantable de no ir jamás a la guerra. Pelear sí, a su manera; morir en batalla, jamás.
La pelea no fue buena y no fue mala. Fue común, y no pudo satisfacer las expectativas desmesuradas que había creado.
El que paga mucho quiere mucho. Si usted compra una bicicleta, pongamos por ejemplo, en $ 3,000, y con ella pasea hasta la glorieta de la esquina, se divierte y hace ejercicio, la compra ha sido satisfactoria, quizá esté feliz con lo adquirido, pero si por la bici paga un millón apenas quedará satisfecho si con ella puede llegar a la luna.
La pelea del sábado fue mejor que las de Floyd Mayweather con el Canelo Álvarez, o Manny Pacquiao con Brandon Ríos, pero éstas no prometieron ni costaron tanto, ni un motor publicitario sin precedentes intentó convencer al mundo de que se trataría de una conflagración épica y legendaria.
Ganó el malo, y un tumultuoso coro de desencanto recorre aún una geografía inimaginable. El deporte tiene que hacer justicia para que actúe como un bálsamo bendito, si no es un salto al vacío que suma a nuestras congojas en lugar de endulzarnos la vida.
Finalizada una pelea, resueltos los interrogantes, nadie se acuerda de lo que se dijo antes, y por previsible que haya sido el trámite de lo sucedido, la rebelión de las masas es un estallido: ganó Mayweather pero muchos querían que ganara Pacquiao, y vieron ganar a Pacquiao.
No hubo dudas entre los entendidos: ganó Floyd. Dos o cuatro puntos, da igual. No hay polémica, hay un desmadre entre los aficionados belicosos que juzgan con con el corazón.
Manny Pacquiao muestra síntomas de decadencia, por primera vez. Ejercitó durante 9 o 10 minutos una estrategia bien elaborada. Los rounds 2, 3 y 4. Fuera de eso algunos chispazos aislados en otros pasajes. No tuvo reservas para más. Sin piernas, ni aire, ni inspiración divina, tampoco mostró gran voluntad.
A los boxeadores, a los hombres, se les perdona perder, pero no se les perdona que no dejen todo lo que tienen para evitar el fracaso. Fue una noche infeliz para el filipino a quien la juventud comienza a abandonarlo.
Miles de aficionados preguntan: "¿Por qué gana Floyd Mayweather si no pelea, sólo corre?" Los dos presupuestos son erróneos. Su boxeo no gusta, pero no es correcto decir que no pelea. Lo hace a su modo, con sus códigos inalterables, con su indiferencia a las quejas del espectador. Contragolpea, marca, responde, engaña, enloquece, y eso cuenta. Jamás he dicho que corre, porque afirmarlo confunde. No aplica el término aunque gente respetable como Roberto Durán me ha dicho que estoy equivocado. Trasladarse en piernas con maestría y velocidad inigualables no es correr, es poner en acción engranajes para que funcione lo que él es: una máquina de pelea indescifrable y eficaz. No sirve para encantar, pero sirve para ganar.
Si a la manera de Floyd Mayweather no se pudiera ganar en el boxeo, no habría en la historia Willie Pep, o Nicolino Locche, o Young Griffo, o Wilfredo Benítez, o Packey McFarland, o Benny Leonard, o Miguel Canto, que siguen siendo faros encendidos, defensores célebres, a ultranza.
Yo he sido el más crítico de Floyd, especialmente cuando voces inocentes o irresponsables han sugerido que puede ser el mejor de la historia, y seguiré siéndolo si tengo que recordar una vez y otra vez que en 48 peleas no ha pasado por una guerra, que rehuye el sacrificio.
Mayweather no es un boxeador de crisis, o no lo sabemos. Tiene la virtud de que no le pegan, con lo que ignoramos qué sucedería si lo golpearan con contundencia. Eso es a su favor, y no en su contra, pero un boxeador que no ha sufrido no está terminado de evaluar. Es irracional todavía creer que pudiera haberle ganado a Henry Armstrong (en ligero), o a Ray Leonard (en welter), o a Durán (en ligero), o a Robinson (en welter).
No habrá una segunda pelea entre ellos, porque en principio carece de interés, y aunque el interés pudiera crearse artificialmente (especialidad de los promotores), no habría forma de pagarles otra vez estas cantidades absurdas, y no pelearían por menos.
Pase lo que pase es el fin de una época. Pacquiao se fue o se está yendo. Si sigue, ¿qué podría buscar? Muy poca cosa y este es un deporte del que hay que retirarse cuando ya no se puede aportar nada a los activos. Es un héroe del ring y un héroe de la vida. Su condición de triunfador es inconmensurable si pensamos de qué pobrezas viene y qué privilegios ha alcanzado.
Floyd Mayweather es algo difícil de descifrar. Cuando otros piensan en la gloria él piensa en el dinero, su esencia, su Dios. Seguirá en el boxeo muy poco más. Si no pudo vencerlo Manny no puede hacerlo nadie.
El último duelo grande de este tiempo ha terminado, y las tensiones se relajan. El boxeo mira de reojo al futuro porque se va quedando sin propuestas seductoras.
El paso del tiempo nos dirá si Pacquiao se confirma como el más grande filipino de todos los tiempos o habrá que volver a revivir las glorias de aquel portento llamado Flash Elorde.
Habrá otros días y habrá otros hombres en el ring, dispuestos a procurar la gloria inmarcesible que entregan las multitudes de tiempo en tiempo.
Lo que acabamos de ver cierra la narración de una etapa del boxeo moderno, con un capítulo final sin lustre, que se lleva con nosotros emociones murientes a un sitio sin retorno. Damos vuelta la página con la sensación angustiosa de que las luces mortecinas de un ring imaginario y difuso se van apagando lentamente hasta desaparecer.