La muerte de José Sulaimán sacude profundamente las
estructuras del boxeo.
El pasado recoge los nombres de grandes dirigentes de nuestro deporte, Eddie Eagan, Bob Christenberry, William A. Muldoon, Abe Green, Bill Brennan, Rodrigo Sánchez , Piero Pini, y el mayor Melvin L. Krulewitch, a quien Dwight Eisenhower ascendió a general. Ninguno alcanzó la estatura de Sulaimán.
El mexicano llegó a la presidencia en 1975, y pronto mostró su sello reformador. No imponía ideas, las contagiaba. Era persuasivo, convincente, seducía a la gente y sumaba fieles a su causa como Napoleón sumaba soldados a sus ejércitos. “No existe ni ha nacido quien pueda comprarnos con el poder del dinero”, decía en 1976 en un discurso provocador que enamoraba a los amantes clásicos del boxeo, a los que soñaban con un pugilismo alejado de la contaminación mafiosa que de distintas maneras se había enquistado desde siempre en la promoción y en la administración de las carreras de los boxeadores.
Supo enarbolar banderas y ponerle valores a su prédica. La lucha en contra del Apartheid lo acercó a las Naciones Unidas, y a personalidades como Nelson Mandela y Arthur Ashe. No tuvo fisuras ni errores en la batalla contra la discriminación. No tuvo un solo tropiezo, ni hizo excepciones. Ningún boxeador del mundo, por más de una década, recibió beneplácito del Consejo Mundial de Boxeo para ir a combatir enla
Sudáfrica manchada de segregación, y cuando en marzo de 1980
se anunció a Harold Volbrecht, sudafricano, en pelea contra Pipino Cuevas en la Ciudad de México, en una
maniobra pergeñada para destruir su estrategia y empeño, yo mismo lo acompañé a
la Secretaría
de Gobernación a la que acudió sin pedir cita para exigir respaldo. En dos
horas el asunto estaba arreglado con la prohibición a Volbrecht para ingresar
al país.
Fue un dirigente todopoderoso el José Sulaimán de aquellos días, único hombre en el mundo capaz de promover y hacer respetar reformas que lo mejor del boxeo reclamaba a gritos. Nadie más lo hubiera logrado: redujo las peleas a doce rounds, impuso control antidrogas en todos los encuentros titulares, creó jurados neutrales, movió el pesaje de los boxeadores al día previo, reglamentó cuatro cuerdas al ring y obligó a los campeones a pelear con retadores oficiales para que dejaran de eludir a los mejores.
Con esto es suficiente para la inmortalidad. Pero además relacionó al boxeo con otros ámbitos, reivindicó el derecho de los más humildes --como él les decía—a buscar un destino sin ser estigmatizados, apuntaló la unión entre las comisiones boxísticas de todos lados y se ocupó personalmente de problemas, carreras, destinos, tragedias, tribulaciones y penas de todos los boxeadores del mundo que se le acercaron.
La tarea de los buenos comisionados del boxeo es ciclópea, e irreemplazable. Hoy, en su muerte, José Sulaimán sigue siendo un símbolo. No hay en el boxeo del siglo XXI, a la vista, un dirigente como el que él fue hace treinta y menos años. Falta le haría a este boxeo otra vez lastimado un nuevo Sulaimán.
Pero no es posible, porque la vida y las horas y los años que pasan se llevan todo y no dejan nada de lo que fuimos un día, apenas la memoria por unos años en los que quedamos y sabemos atesorar en el recuerdo lo que quisimos.
En esta hora sembrada de congoja, que su legado sirva de inspiración a los que ahí están, en la dirigencia del boxeo, para que eleven hoy plegarias por el que se ha ido y desde mañana sus miras a las alturas visualizando un boxeo más justo y mejor.
El pasado recoge los nombres de grandes dirigentes de nuestro deporte, Eddie Eagan, Bob Christenberry, William A. Muldoon, Abe Green, Bill Brennan, Rodrigo Sánchez , Piero Pini, y el mayor Melvin L. Krulewitch, a quien Dwight Eisenhower ascendió a general. Ninguno alcanzó la estatura de Sulaimán.
El mexicano llegó a la presidencia en 1975, y pronto mostró su sello reformador. No imponía ideas, las contagiaba. Era persuasivo, convincente, seducía a la gente y sumaba fieles a su causa como Napoleón sumaba soldados a sus ejércitos. “No existe ni ha nacido quien pueda comprarnos con el poder del dinero”, decía en 1976 en un discurso provocador que enamoraba a los amantes clásicos del boxeo, a los que soñaban con un pugilismo alejado de la contaminación mafiosa que de distintas maneras se había enquistado desde siempre en la promoción y en la administración de las carreras de los boxeadores.
Supo enarbolar banderas y ponerle valores a su prédica. La lucha en contra del Apartheid lo acercó a las Naciones Unidas, y a personalidades como Nelson Mandela y Arthur Ashe. No tuvo fisuras ni errores en la batalla contra la discriminación. No tuvo un solo tropiezo, ni hizo excepciones. Ningún boxeador del mundo, por más de una década, recibió beneplácito del Consejo Mundial de Boxeo para ir a combatir en
Fue un dirigente todopoderoso el José Sulaimán de aquellos días, único hombre en el mundo capaz de promover y hacer respetar reformas que lo mejor del boxeo reclamaba a gritos. Nadie más lo hubiera logrado: redujo las peleas a doce rounds, impuso control antidrogas en todos los encuentros titulares, creó jurados neutrales, movió el pesaje de los boxeadores al día previo, reglamentó cuatro cuerdas al ring y obligó a los campeones a pelear con retadores oficiales para que dejaran de eludir a los mejores.
Con esto es suficiente para la inmortalidad. Pero además relacionó al boxeo con otros ámbitos, reivindicó el derecho de los más humildes --como él les decía—a buscar un destino sin ser estigmatizados, apuntaló la unión entre las comisiones boxísticas de todos lados y se ocupó personalmente de problemas, carreras, destinos, tragedias, tribulaciones y penas de todos los boxeadores del mundo que se le acercaron.
La tarea de los buenos comisionados del boxeo es ciclópea, e irreemplazable. Hoy, en su muerte, José Sulaimán sigue siendo un símbolo. No hay en el boxeo del siglo XXI, a la vista, un dirigente como el que él fue hace treinta y menos años. Falta le haría a este boxeo otra vez lastimado un nuevo Sulaimán.
Pero no es posible, porque la vida y las horas y los años que pasan se llevan todo y no dejan nada de lo que fuimos un día, apenas la memoria por unos años en los que quedamos y sabemos atesorar en el recuerdo lo que quisimos.
En esta hora sembrada de congoja, que su legado sirva de inspiración a los que ahí están, en la dirigencia del boxeo, para que eleven hoy plegarias por el que se ha ido y desde mañana sus miras a las alturas visualizando un boxeo más justo y mejor.