Guardado y el equipo mexicano ignoraron la oportunidad de rechazar el obsceno regalo recibido, de hacer justicia, de echar el balón afuera de la portería, y de pasar a la historia con una lección inigualable de decoro. Eligieron un triunfo sin gloria que sólo aporta bochorno y desventura a un equipo que hace ya tiempo no encuentra el rumbo.
¿Qué es el deporte y para qué se compite? Si sólo importa ganar lo que sigue es preguntarnos cuál es el límite de la desvergüenza por el éxito: ¿es aceptable un infiltrado que envenene los alimentos de los contrarios? ¿qué tan inmoral sería secuestrar a la hija del portero enemigo para que se deje hacer algunos goles?
He leído y he escuchado en esta hora cansina de tristeza futbolera los "me vale madres", los "que se chinguen", los "hemos estado del otro lado muchas veces", y los "así es el futbol", de comentaristas y aficionados. Comprendo que las pasiones se alimentan del fulgurante resplandor de una llama, del estallido más que de la reflexión, y que la mayoría de los hombres no nacen con la grandeza --ni la aprenden-- que se necesita para renunciar a la caricia de la victoria, pero pienso con pesadumbre que a personas así no las quiero cerca, o de socios, o de amigos, porque si por una victoria sacrifican la decencia, eso es exactamente lo que van a hacer conmigo tan pronto como yo sea el obstáculo para sus pinchurrientos objetivos.
El discurso que los identifica dice muchas cosas. Dice por ejemplo que si el cajero del banco les entrega un billete de más, ellos no lo devuelven. Y así en esa cadena sin final nos vamos estafando todos. Hoy estafo yo, mañana estafa el otro, y al día siguiente estafa el de al lado.
Millones se apasionan con el futbol, y millones lo ven jugar, ya lo sabemos, pero no todos se dan cuenta de que esos individuos, los que acabo de señalar, elementales, burlones, ganadores fuleros, impenetrables a razonamientos que abonen a una convivencia civilizada, no son una entelequia en las tribunas, son el policía de la esquina, el burócrata que decide nuestro trámite, la enfermera que nos cuida, el maestro de nuestros hijos y el mecánico del carro. Es fácil adivinar que la misma actitud egoísta anidará en ellos cuando nos los encontremos en la vida, y al vernos, en un silencio perverso y vil se dirán "me vales madres" o "conmigo te chingas".
En el boxeo, que es lo mío, las cosas no andan mejor, y es de lo que hablo cada día. Me rebelé con pasión juvenil cuando Mike Tyson mutiló a Evander Holyfield y busqué espacios donde opinar que aquél no debía volver a boxear, y me sentí un estúpido perdido cuando fue el propio Holyfield el que dos días después pidió otra pelea con el criminal que había sido capaz de cercenarle una oreja. A Mike Tyson el mundo del boxeo, casi sin excepciones, lo protegió, y Evander también, porque ¿qué vale una oreja que no se pueda sacrificar por un dinero?
Desde ese tiempo infame, cuando Tyson era el mochaorejas y el negocio fue incapaz de castigarlo, el boxeo no ha mejorado, ha empeorado, con decisiones espantosas, títulos en exceso y peleas millonarias insoportables por malas.
Una competencia, de lo que sea, debe preservar lo elemental, que es el juego limpio. De otro modo no tiene sentido. El ganar irracionalmente, la manía del hombre inferior que lo impele a "romper madres", debería estar confinado al territorio de las guerras, donde no perece ni pierde necesariamente el que está equivocado.
Esta victoria del futbol mexicano no significa nada, pero echar la pelota afuera, que era también echar a México afuera de la final, nos hubiera dado otra clase de victoria, valiosa y buena, generosa y mejor, irreemplazable: la de la honorabilidad y la decencia, y tal vez el ejemplo brutal de mágico pudor, exhibido a un mundo de tantas maneras pestilente, esa forma contundente de decir que todavía vale la pena vivir por ideales, habría sido aplaudido por millones de personas de aquí a la eternidad.
Pero a nadie le importa nada, y a nadie le importa nadie. Olvidan que las mejores sociedades de la historia fueron las que descansaron sobre los pilares de la solidaridad y el bien común.
Ganamos el partido, perdimos la ocasión.
¿Cómo no lo vio Andrés Guardado? Era la inmortalidad.
Para hacer lo que hicieron no se necesitaba nada, sólo ser hombres comunes, con aspiraciones silvestres y deseos mundanos. Para echar la pelota afuera se necesitaba una portería más chica o un alma más grande.