Juan Carlos, el rey de España, el de las manos ensangrentadas –cazador y taurófilo– se expresó en favor de las corridas de toros en este momento crítico cuando en el parlamento de Cataluña se debate la posible prohibición.
Curiosa muestra de no imparcialidad del rey de todos los españoles en apoyo de una práctica que rechaza entre el 75 % y el 86 % de sus compatriotas en todas las encuestas.
Habría que agradecerle al soberano porque viniendo de él son muchos los que van a confirmar que la famosa fiesta española es una inmundicia.
Este rey de escopeta al hombro es el que dispara balas a los animales cada vez que puede, y puede mucho porque no se le conoce demasiado tiempo empleado en actividades virtuosas. En 2004 en los Cárpatos rumanos, por citar sólo una de sus recordadas hazañas, mató diez osos, entre ellos una hembra gestante, un lobo, y dejó heridos a una retahíla de animales que una diligente servidumbre le ponía a su alcance para que los ejecutara con alevosía.
¿Cuál será la primera obligación de un rey si no la de dar ejemplos irreprochables a sus súbditos?
Ahora dijo que la tauromaquia “es un mundo cultural y artístico fecundo”.
Ni cultural ni artístico. Las corridas de toros son una miserable resaca de los peores atavismos de la especie humana, donde lo más grave no es el sufrimiento del animal sino las abyectas celebraciones y los aplausos de pretendidos seres pensantes en las gradas. El calvario del toro es la infausta consecuencia.
Y los taurinos dicen que defienden la tradición. La tradición les importa un bledo. No andan cuidando las tradiciones sujetos ebrios de sangre y alucinados con dolor ajeno cuando acuden a su oscura y primitiva fiesta. Como si muchas tradiciones, además, no fueran una vergüenza del ser humano, cuya erradicación no lo enalteciera.
En lo que a mí respecta apruebo que la gente se divierta con lo que le plazca, aunque se trate de actividades prosaicas. Pueden ir a la ópera o jugar al yo-yo. La única limitante es moral: todas las actividades de los hombres son aceptables mientras no perjudiquen a un tercero, aunque el tercero sea un animal.
Juan Carlos de Borbón no sabe, porque al no tener un estado de conciencia elaborado su obrar no se orienta hacia el bien, que todos los animales capaces de defenderse luchan desesperadamente cuando no les queda otra salida. En esa lucha infecunda entre torero y astado, éste sufre y muere, y esto es lo que hace a la pretendida fiesta éticamente intolerable. Defenderla es como defender al violador, cuando se usa el argumento de que hay que ser tolerantes con los gustos de los demás.
El ser humano es el verdugo número uno entre todos los seres vivos, pero es también el único animal compasivo, y esta capacidad para sentir piedad es la que lo obliga a rechazar la crueldad. ¿Quién es mejor? ¿El que tortura y mata o el que protege?
Las corridas de toros están ya en un callejón sin salida. Es lo que queda de ellas. Entre los jóvenes no interesan y la mayoría las rechaza categóricamente. “Jóvenes son los que no tienen complicidad con el pasado” (Ingenieros) . Es hora de que España y los otros siete países que las practican, se quiten el lastre de una vergüenza que ofende. Progresar moralmente es revelar la verdad a una superstición.
Aunque el rey diga otra cosa. Pamplinas. Hay reyes que son impresentables.